El “legado” de Chávez llega a Brasil en busca de comida

Mabel Sarmiento Garmendia @mabelsarmiento 

Cerca de 800 personas al día, en promedio, cruzan la frontera entre Venezuela y Brasil. La mayoría se queda en Boa Vista. Desde que se aceleró el proceso migratorio, en 2015, en esa ciudad norteña hay aproximadamente 40.000 venezolanos.

 

Una frontera verde, solitaria. Con muy poco flujo de carros. Desconocida. Así era, hasta hace tres años, La Línea, entre el sur de Venezuela y el norte Brasil. La crisis económica, política y social en la tierra de Bolívar cambió ese panorama. Ahora es un paso agitado, no tanto como la frontera con Colombia por los lados de Cúcuta, pero igual se resiente por el número de venezolanos que salen a diario desesperados buscando refugio y comida en el país vecino.

La Policía Federal estima que 800 personas se registran al día por el punto migratorio. Llegan, en su mayoría, de Ciudad Bolívar, Anaco, Puerto La Cruz, El Tigre, San Félix, Puerto Ordaz, Maturín, Tucupita, Valencia y Valles del Tuy.

Un promedio de 12 horas de viaje por carretera, principalmente los que salen desde Puerto Ordaz, destinan quienes se embarcan en este trance de la migración.

En el recorrido de 953,3 kilómetros sortean las malas condiciones de las carreteras cundidas de huecos, la falta de gasolina, la escasez de puntos de venta —todo se maneja con efectivo— las requisas de la Guardia Nacional y los peligros que significa exponerse a la violencia que imprime la explotación minera.

Hablar de esto último es referirse al Arco Minero del Orinoco, una zona que, según decreto de Nicolás Maduro de febrero de 2016, está destinada a la explotación de las riquezas minerales en el sur de la región —sin contar la parte apureña.

La necesidad del “saneamiento” de las zonas mineras —que según el parlamentario por la Causa R, Américo de Grazia, se convirtió en una política de Estado— ha propiciado varias masacres. La más sonada ocurrió en 2016, en Tumeremo.

Por todo ello, no es fácil tomar la decisión: ser un venezolano migrante. Cuando tienes el estómago pegado del espinazo, la cosa cambia. No teníamos nada que comer en la casa. Por eso salí de Maturín, contó un hombre de unos 34 años que vendía cigarrillos al detal y minutos a las operadoras locales.

Tenía un morral pequeño y estaba dispuesto a pasar la frontera. Para él no había vuelta atrás. Allá en Maturín no hay nada que hacer, no hay trabajo. Estoy aquí reuniendo algo en efectivo para poder llegar a Boa Vista, contó mientras ofrecía el teléfono para que se hiciera una llamada para Caracas.

Espero que esta entrevista salga en ese portal, el Gobierno cree que esto no pasa, dijo volteando la mirada hacia la cola que crecía frente a la oficina del Saime, ubicada en la frontera. Ya llevaba dos días durmiendo a la intemperie, a 27 grados de temperatura.

¿Refugiado o va de paso?

2199 kilómetros es la extensión territorial de la frontera entre Venezuela y Brasil. Sin embargo, el cruce más seguro es el que se hace desde Santa Elena de Uairén. Son 10 minutos en carro. Aunque ya muchos hacen ese trayecto desde el pueblo a pie, especialmente los que llevan poca carga sobre sus hombros.

La esperanza de muchos renace  cuando ven ondear las dos banderas, la de Venezuela y la de Brasil, sobre el mirador que marca la línea limítrofe imaginaria, paisaje que se ha convertido en el último recuerdo fotográfico del país, que habla de una diáspora sufrida y obligada y que ahora recorre el mundo, así como las imágenes de los abrazos infinitos, las lágrimas y los miles de pasos que dejan huellas en los mosaicos de Cruz Diez, ubicados en el aeropuerto internacional de Maiquetía.

En este punto, la incertidumbre y el miedo por lo desconocido se juntan con las ganas de superar la crisis, una vez logren entrar a la oficina de la Policía Federal para conseguir el sello de entrada.

Hacer ese proceso a través de la policía brasileña es menos tedioso que pasar por el Saime para presentar el pasaporte. Los funcionarios de la oficina criolla llegan pasadas las 8:00 a. m., mientras que los del país vecino inician operaciones a las 7:00 a. m. Por eso, el que va llegando se alista en cola frente a esa dependencia.

Incluso, los que van de paso por Brasil, cuyo destino final es Chile o Argentina, prefieren tramitar el permiso solo presentando la cédula de identidad.   

Tras la declaración de “emergencia social” que hiciera en diciembre de 2017 el gobierno regional de Roraima, estado amazónico brasileño en la frontera, para intentar atender la crisis provocada por el elevado número de inmigrantes venezolanos, solo con presentar la cédula o la partida de nacimiento las personas consiguen pasar legalmente.

De hecho, los funcionarios, ocho en total, no indagan mucho. Más bien reciben con amabilidad y paciencia a los venezolanos, quienes llegan ahí con más tensión, precisamente porque se tienen que enfrentar a otro idioma: el portugués.

¿Refugiado o va de paso?. Esta es la pregunta con la que suelen dar la bienvenida. Dependiendo de la respuesta dan los días de permanencia.

En marzo, el Consejo Nacional de Migraciones de Brasil, que forma parte del Ministerio del Trabajo, aprobó una resolución para conceder a los venezolanos permisos de residencia por dos años.

Y, desde febrero, luego de la visita del presidente de Brasil, Michel Temer, a la ciudad de Boa Vista, se  ha  flexibilizado el trato a los compatriotas acogidos por la ayuda humanitaria.

Según una publicación de Human Rights Watch, de abril 2018, el gobierno brasileño había informado que la cantidad de venezolanos que solicitan asilo aumentó drásticamente, de 54 en 2013 a 2595 en los primeros 11 meses de 2016. Al 31 de diciembre, el Ministerio de Justicia solamente había resuelto 89 de los 4670 casos de venezolanos que habían pedido asilo desde 2012, y lo había concedido en 34 de esos trámites.

En 2017, ese número llegó a 17.865 peticiones. Solo en enero de 2018 la Policía Federal brasileña recibió más de 640 intenciones de asilo, según datos recopilados en la prensa brasileña.

A la fecha, más de 52.000 venezolanos han llegado a Brasil desde el año 2015. Cerca de 40.000 están en Boa Vista, la capital del estado de Roraima, una ciudad con 320.000 habitantes.

Los primeros en migrar fueron los indígenas warao. Llegaron al norte de Brasil descalzos, con niños y ancianos en estado de desnutrición, víctimas de enfermedades como sarampión, tuberculosis, difteria e incluso VIH-Sida.

Sin nada de qué quejarse    

Salí de mi país porque no tenía para darle comida a mis hijos, afirmó Odalis Vásquez, quien, con su pequeño Josué en brazos, que sufre de microcefalia, estaba sentada frente a una farmacia ubicada dentro de la estación de servicios Trevol.

Se veía harapienta y desaliñada por el efecto de la mendicidad. Prefiero esto que estar allá sin comida.

Salió de Valencia hace más de un mes. Con ella, tres adultos y tres niños, dos de ellos sus hijos. Allá no hay trabajo, era comerciante, vendía paños para el aseo personal y para la cocina, pero me quedé sin mercancía. Tengo dos casas y aquí estamos alugados por 450 reais [el real es la moneda oficial de Brasil y al cambio paralelo equivalía hace un mes a Bs. 500.000]. Igual no me arrepiento, estamos mejor.

Con tan corto tiempo en Boa Vista, Odalis ya pronuncia algunas palabras en portugués y sabe con cuántos reales puede comprar comida.

Ella, junto con Ivette, su comadre, sale de la casa rentada a las 8:00 a. m. con el propósito de pedir dinero y recoger latas.

Así reúne entre 40 y 50 reales diarios, con los que puede mantenerse en Boa Vista y enviar dinero a sus otros dos hijos, de 14 y 17 años, que se quedaron en Valencia al cuidado de otros parientes.

Pienso traérmelos, ellos tienen el permiso para pasar la frontera. Mientras habla de sus planes, su hija, Francia, saborea con intensidad una bolsa de una chuchería parecida al Pepito. La niña está en edad escolar. Pero no hay cupo para ella ahora, aclara, mientras recibía, de una señora, una bolsita con comida y, de otro señor, unos billetes brasileños. Y con un obrigada, agradeció en portugués.

Su esposo y su hermano también hacen lo mismo, tratan de recolectar un saco de latas, para luego venderlo por 22 reales.

Ha valido la pena, allá no puedo comprar ni un kilo de arroz, comentó.

Odalis, de niña, estuvo pidiendo en la calle. Ahora, a sus 35 años y con cuatro hijos, está de regreso en ellas, en un sitio donde nadie la conoce, donde no tiene más parientes cercanos. Algunos brasileros nos han tendido la mano, nos regalan ollas, nos dan comida. No me quejo.

Ella estuvo en la plaza que ahora llaman Simón Bolívar, ubicada en la avenida Venezuela, donde llegaron a concentrarse más de 1500 venezolanos en carpas, durmiendo sobre cartones y sábanas.

De ahí se llevaron a muchos a los refugios, nosotros no quisimos ir. Es como estar en una cárcel. Preferimos pagar un alquiler. Toman aguardiente y hay peleas, según me contó una conocida. Pero, ahora, no sé si cambió la vida en el refugio.

Después de pensar un poco sobre su situación, aseguró que no tiene de qué quejarse, ni de los médicos ni de la Policía Federal. Algunos locales nos han dicho que nos van a dar veneno, nos llaman ladrones. Nosotros ignoramos esos comentarios, porque aquí tenemos la posibilidad de sobrevivir, en Venezuela no. Aún siento la dicha de ser venezolana y espero regresar cuando la cosa cambie. Pa’lante es pa’llá, atinó a decir con una leve sonrisa.

El pesar rondaba el espíritu de Odalis, pues nadie con dignidad quiere estar en condiciones de mendicidad, exponerse a ser envenenado o a que lo llamen pilantra (ladrón), como ya le sucedió. Sin embargo, el hambre le cambió la partida del juego. Prefiero estar aquí sin casa, pero con comida, que allá con un techo y con hambre.

Operación Acogida

En febrero pasado el gobierno de Brasil se activó, con la ayuda económica de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) y de unas 60 organizaciones civiles, y abrió refugios para los venezolanos.

Actualmente hay nueve en Boa Vista y uno en Paracaima, el poblado más cercano a Santa Elena de Uairén, para un total de 4200 venezolanos bajo el programa Operación Acogida.

El teniente coronel Filho Souza, a cargo de dicha operación, explicó que, además, 12 ministerios de Brasil se sumaron al programa que no tiene fecha de caducidad.

Hasta ahora, de acuerdo con el presupuesto anual del Gobierno Federal, se garantizaron 190 millones de reales (unos 48,6 millones de dólares), dinero que se está ejecutando “de manera legal y rápida”, para el acondicionamiento de los albergues, la comida, atención médica y el trámite de los papeles.

Filho Souza mencionó que, incluso, se abrieron procesos de licitación a empresas nacionales, pues se requieren colchones, fumigación, comida, artículos de higiene personal, carpas y espacios más acordes para el resguardo de los refugiados. Se está habilitando una infraestructura que requiere una logística.

En Boa Vista está previsto abrir tres refugios más y uno grande en Paracaima. De hecho, la infraestructura de este último ya se está montando. Son carpas blancas tipo galpón de grandes dimensiones, que funcionarán como un centro de triaje.

El pasado 9 de marzo, Acnur publicó un documento titulado “Nota de orientación sobre el flujo de venezolanos”, con el cual la agencia se compromete a brindar apoyo a los países y así, conjuntamente, “elaborar mecanismos adecuados de protección internacional”, en favor de los migrantes, todo esto en el marco de los acuerdos vigentes.

Por tanto, todo venezolano que cruce la frontera en calidad de refugiado será remitido a este refugio principal, donde se recabará toda la información necesaria relacionada con su condición social, si tiene los papeles de ley, si padece alguna enfermedad, si tiene algún oficio o una profesión, si viaja solo o en familia. Todo ello para determinar su sitio de ubicación y si, de una vez, debe ser trasladado a otra ciudad de Brasil que no sea Boa Vista.

 

Salen con una mano adelante
y otra atrás

“Huyen  del hambre. Esta es, sin duda, una frase extrema. Pero cuando los venezolanos que cruzaron la frontera con Brasil, y que viven en los refugios habilitados por el gobierno de ese país en Boa Vista, hablan con angustia de lo que les motivó a migrar, no dicen que fue por trabajo, por conseguir ropa, por huir de la inseguridad, mucho menos por una cuestión de moda o por ser uno más de la diáspora. Dicen que fue por hambre. Una respuesta que no hace más que confirmar lo que ya estudios locales como la Encuesta sobre Condiciones de Vida en Venezuela (Encovi), realizada por las principales universidades del país, han revelado: que 80 % de los hogares venezolanos presenta inseguridad alimentaria y 89,4 % manifiesta que sus ingresos no les alcanzan para adquirir alimentos.

En Venezuela, 6,2 millones de personas (20 % de la población) no desayuna, según los datos presentados en febrero de 2018, por las universidades Simón Bolívar, Católica Andrés Bello y Central de Venezuela .

Aquí, la pobreza extrema aumentó de 23,6 % a 61,2 % en cuatro años y casi 10 % tan solo entre 2016 y 2017. Lo que desmiente, a su vez, las afirmaciones hechas el pasado 15 de enero de 2018 por el presidente Nicolás Maduro, quien, durante la presentación anual de su Memoria y Cuenta ante la ilegítima  Asamblea Nacional Constituyente (ANC) —así calificada por la Unión Europea— afirmó que la pobreza en Venezuela se ubicó en 18,1 % para el cierre de 2017 y la pobreza extrema en 4,4 %.

Cifras que ratifican, por otro lado, que las consecuencias de la inflación y la escasez hacen estragos en la población, pues 64 % de los venezolanos dijo a la Encovi haber perdido 11 kilos de peso en el último año, lo que significa que seis de cada 10 personas redujeron su talla.

Por eso se ven obligados a cruzar la frontera. No se preparan, no apostillan, no venden propiedades. Muchos renuncian a sus trabajos como obreros en las pocas empresas que quedan en el oriente del país, y emprenden una historia agria, que aumenta más sus penas y su crisis social.

Atraídos por los cuentos

Las calles de Boa Vista, ciudad norteña de Brasil, son las que suenan como más seguras, a pesar de la barrera que impone el idioma portugués. A ellas llegan venezolanos de lugares como San Félix, Maturín, Puerto La Cruz, Ciudad Bolívar e, incluso, de algunas zonas centrales como Valles del Tuy y Valencia.

Atraídos por los cuentos de los que emigraron en 2016 y 2017, hombres y mujeres de todas las edades pasan La Línea, entre Venezuela y Brasil. Según la Policía Federal son un poco más de 800 al día.

Una vez allá se encuentran un panorama distinto: Boa Vista es una ciudad pequeña y con pocas ofertas de empleo, que vive del comercio formal y de la administración pública, cargos a los que solo optan los brasileños.

Obreros, profesores, ingenieros y muchos otros sin calificación laboral minan ahora los refugios (ocho en total) y las esquinas de la capital del estado de Roraima.

Desde que amanece se les ve con un cartel que dice procuro trabalho (busco trabajo). Se lo pegan en el pecho y con él como instrumento publicitario pueden pasar más de 12 horas esperando pegar uma diária, una jornada con la que pueden asegurar 70 u 80 reales.

En un principio sí salían diárias como jardineros, plomeros, obreros. Pero se está poniendo la cosa dura, ya no se consiguen como antes, contó Yarinson Torres, un hombre de 30 años de edad, quien salió de Puerto La Cruz con la esperanza de poder tener un empleo que le diera lo suficiente para alimentar a sus hijos de 10, 8, 6 y 5 años.

Pasa la mitad del día de una esquina a la otra. El sol y el monóxido de carbono le curtieron la piel y la ropa en estos cinco meses que lleva en la región.

Los dos primeros meses consiguió diárias. Ahora está de buhonero, vendiendo un paraguas y un impermeable. Pudo comprar, usada, una máquina para pulir autos, pero no es fácil hacerse de un punto, debido a que decenas de compatriotas se pelean en los semáforos para lavar vidrios por 20 reales.

El propósito de Torres era reunir dinero y regresar a Puerto La Cruz con un buen mercado para sus cuatro hijos.

¿Te arrepientes de haber salido de Venezuela?

—No. Aunque quiero verlos [a sus hijos], me hacen falta, me gustaría traerlos. Ahora, para yo ir, necesito mucha más plata de la que conseguí para venirme. El pasaje de ida, el dinero para la comida y, luego, lo que necesito para regresar. Me vine con 900.000 bolívares y quizá para regresar a mi casa y volver a Boa Vista voy a necesitar, mínimo, tres millones, pues no pretendo quedarme en Puerto La Cruz, allá no puedo ni hacer ‘cositas ricas’ con mi mujer porque me da miedo que salga embarazada.

Muchos de los que están en Boa Vista tienen en mente quedarse dos o tres meses y regresar para ver a sus mujeres e hijos.

Sin embargo, de la expectativa a la realidad hay un buen trecho. Tal es el caso de Luis José Hernández, de 62 años, que tiene cinco meses como migrante, de los cuales dos han sido nulos.

No ha conseguido nada, por ende, no ha podido pagar el alojamiento en el que está y mucho menos ha enviado plata a sus hijos.

Con un bolso tricolor, de esos que entrega el Ministerio de Educación, donde guardaba la poca ropa que logró llevarse, Hernández pasa hasta 12 horas parado en una redoma en espera de algún trabajo.

Derramó un par de lágrimas, que reflejaron el pesar que siente al no poder tener dinero para pagarle el paquete de promoción a su hijo de 12 años, que va para bachillerato. Ni los zapatos los tiene. Me vine con la esperanza de conseguir algo. A mi edad no es fácil migrar, y aquí estoy, aguantando la pela.

Ese mismo bolso tricolor se observa por doquier: en el puesto de migración de Paracaima, en la carretera, en el terminal terrestre Rodoviaria, en las esquinas, en los semáforos.

En todas las calles de Boa Vista se puede ver a  los que han emigrado, los más pobres, que llevan sobre sus hombros el morral tricolor. Incluso lo cargan hasta las venezolanas que se dedican al trabajo sexual. Los que buscan trabajo como porteros, obreros, jardineros, pintores y los que están recogiendo latas en los alrededores de las pocas plazas dispuestas en la ciudad. La mayoría lleva a cuestas el morral de la revolución.

“Son los hijos de Chávez”, dijo una venezolana que tiene ya casi tres años radicada en esa ciudad.

Es la mano de obra más barata la que está migrando estos últimos meses, lo que contrasta con un estudio publicado por la Universidad Federal de Roraima (UFRR), en el que se concluía que la migración venezolana es joven —72 % tiene entre 20 y 39 años— y de alta escolaridad.

Adriana Sifontes, que sí está en el rango de edades, pues tiene 28 años, salió de Anaco, poblado del oriente del país, así, sin nada. Solo llevaba encima la cédula de identidad, sin títulos que la acrediten y contando solo con sus manos y pies para trabajar.

Es la segunda vez que llega a Boa Vista. La primera, este mismo año, estuvo dos meses. Llegó a la plaza que nombraron Simón Bolívar.

Se rebuscó con el trabajo informal y pudo reunir plata para hacerle un buen mercado a sus hijos de 1, 3, 5, 9, 10 y 11 años.

A sus 28 años tiene seis hijos y también un embarazo de dos meses. Hace un mes llegó de nuevo a Boa Vista. Tardó seis días para atravesar a pie la carretera de 220 kilómetros.

La huida de los venezolanos contempla, ahora, ese esfuerzo de hacer cinco o seis días de caminata, de dormir en el monte sobre una sábana o un paño y de aguantar hambre o sed, por el propósito de llegar a Boa Vista.

Por el camino se les ve pidiendo que alguien los lleve o mostrando potes vacíos para que los que viajan en carros se los llenen de agua.

Llegan a La Línea pidiendo colas, como contaron los indígenas warao, y de ahí en adelante lo echan todo a la suerte.

Esa suerte fue a la que se aferró Graciela Hernández. Dejó a su esposo y a sus hijos en Puerto La Cruz, además de su trabajo como manicurista.

Ahora se dedica a pedir trabajo en el punto conocido como “redoma de Guayana”. No hubo la manera de que sacara a mi familia adelante. Últimamente, comíamos casabe. Me vine en carro con unos amigos y ahora me paro aquí, a ver. Vivo en una habitación y allí dormimos seis personas y tenemos un solo baño. Yo duermo en una colchoneta, pero quiero conseguir trabajo para ver si me traigo a mi familia, dijo. Mientras tanto, ese trabajo nunca llega.

¿Qué piensas de Venezuela?

—No me preguntes… me dan ganas de llorar.

 

La vida en un refugio

Una vez en Boa Vista, se instalan en las plazas o tratan de entrar a los refugios. Hay uno específico para los waraos, que recibe la cooperación de las embajadas de Canadá y Acnur, y también hay un galpón para los hombres solos, que está administrado por los militares brasileños. El resto de los albergues es para familias.

Sifontes no quiso entrar a ninguno. Aún con su estado de gravidez, optó por quedarse en la calle.

Con otras familias, vive en lo que parece ser un estacionamiento al frente del terminal terrestre. Sobre montones de bolsos y de sábanas tendidas ella descansa una jornada “a pérdidas”. Ese día no encontró la diária.

Ya me quiero ir. No sé nada de mis hijos, pero cómo me aparezco allá sin comida. La primera vez me fue mejor. Uno vendía cosas en los semáforos. Ahora hay muchos venezolanos en la calle.

Su aseo personal lo hace en el baño del terminal, ya cuando cae la tarde, o detrás de la operadora de transporte, donde hay unos chorros y nadie la ve.

Los que deambulan de un lado para otro dijeron que los brasileños los llaman pilantra, que significa malandros, o porra, mierda.

Los que recogen latas dicen que por un saco les pagan 20 reales. Los que logran alquilar casas tienen que cancelar entre 400 y 500 reales. Hasta 20 personas pueden meterse en una pieza para repartirse los gastos mensuales.

Un pollo puede costarles 12 reales. Y con eso come una familia de cinco o seis personas.

Según el teniente coronel Filho Souza, a cargo de la Operación Acogida, que atiende a los migrantes venezolanos, hay 3200 personas en situación vulnerable. En ese grupo destacan 52 mujeres embarazadas.

Por tanto, la operación garantiza asistencia médica y alimentación únicamente a la población en refugio.

En los hospitales nos reciben, aunque en ocasiones uno siente el rechazo. Dicen ‘ah, otra venezolana’. Sin embargo, nos colocan los tratamientos, comentó Sifontes.

La mayoría de los que están llegando a esta ciudad, la última al norte de Brasil, no tienen información básica para sobrevivir y, además, llegan enfermos.

De hecho, y eso se conoció por las evaluaciones clínicas que levantan en los albergues, hay casos de sarampión, tuberculosis, VIH-Sida y desnutrición.

Quienes más enfermos están son los waraos, que para la fecha de publicación de este seriado todavía sobrevivían a un brote de varicela.

Necesidades a granel

Alba González, coordinadora del refugio Fraternidad sin Fronteras, que es un terreno plano donde se organiza a las familias en carpas, dijo que tienen 250 personas adultas y 70 niños, y comentó que detectaron una gran necesidad de atención psicosocial, pues muchos de sus integrantes sufren bajas psicoemocionales, resultado de abandonos intelectuales, emocionales, morales y psicológicos.

Señaló, además, que se enfrentan a una lengua y cultura diferentes, y que no hay garantía alguna, por ser extranjeros, de matricular pronto a los niños venezolanos en las escuelas locales.

Esa dificultad es un lugar común para el que está dentro y fuera de un refugio. No hay cupos en los planteles y los niños pasan el día deambulando con sus padres que buscan empleo.

Aquí hemos tenido días duros. Hay semanas en las que solo reúno 50 reales. Mi esposa está embarazada y tenemos un bebé. Estuvimos tres días en las calles. Llegamos al refugio Fraternidad sin Fronteras y estamos mejor. A mi esposa la ven en el hospital y contamos con las tres comidas diarias, expresó Javier Villarroel.

Él sale todos los días a buscar una diária, es soldador. Sin embargo, lo que consiga es bueno, pues tiene que ayudar a su mamá y a su hermano que quedaron en El Tigre.

Los venezolanos en Boa Vista pagan transporte público: 3,5 reales. Aunque hay cuentos de conductores que no los dejan subir a las unidades: “Los venezolanos no”, dicen.  También se mueven en bicicletas.

Pero esas bicicletas todas son robadas. Aquí muy pocos han podido comprarlas. Necesitas tener el papel de la cartera de trabajo, para que te las vendan, refirió Luis José Hernández, quien, en cinco meses en los que ha pasado hasta 12 horas en la calle, lleva el pulso de cómo se desenvuelven sus compatriotas.

“Pagamos justos por pecadores”, lamentó.

 

Santa Elena de Uairén: De pueblo minero a vía de escape

Llegar a Santa Elena de Uairén, al sureste del estado Bolívar, es una travesía que, si no fuera por el verdor de los paisajes y por la esperanza de ver un tepuy despejado de neblina, bien podría calificarse como tortuosa.

De Puerto Ordaz, también en el estado Bolívar, hasta Santa Elena, el último poblado antes de cruzar la frontera con Brasil, son 12 o 13 horas, aun teniendo un carro en buenas condiciones.

La vía, una suerte de carretera llena de huecos, donde fácilmente puede hacerse una competencia de funrace, no hace atractivo el recorrido. A ello se suman la inseguridad, la falta de puntos de venta, la escasez de combustible y el hecho de que hay que pasar cerca de 10 puntos de control de la Guardia Nacional Bolivariana (GNB).

En todo el trayecto solo hay disponibles dos estaciones de gasolina, y no es seguro que en ambas haya combustible.

Por eso, el que puede, llena en Puerto Ordaz hasta 60 litros de gasolina en pimpinas, que sujeta con amarres bien fuertes en el techo del vehículo.

Así es que se logra llegar al último pueblo venezolano del extremo de Bolívar. De otra forma se corre el riesgo de quedar varado en la vía o caer en manos de los bachaqueros, que no bajan el precio del combustible de los 150.000 bolívares el litro, un producto que, oficialmente, vale solo seis bolívares.

Llama la atención que no hay impedimentos por parte de los cuerpos de seguridad para que los conductores trasladen los pipotes llenos de gasolina.

No se consigue y eso aquí es permitido. Y más si no sabes si cuando llegues a la Gran Sabana está abierta la otra bomba que se consigue, contó Juan Carlos Bordón, habitante de Santa Elena de Uairén, y operador turístico.

Las Claritas, el lejano oeste

Uno de los poblados más conocidos en la vía a Santa Elena es Las Claritas. Queda a 231 kilómetros, a tres horas de distancia de Santa Elena.

La gente que vive ahí está movida por el oro. Un gramo podía costar 58 millones de bolívares hace un mes, y, pese a ello, se vende como pan caliente.

Esa es una zona de mineros. La vía principal es de tierra arcillosa, al igual que las laterales. Cuando llueve es un pueblo fangoso, lleno de lodo. Sin embargo, eso no es impedimento para la actividad diaria: el comercio de todo tipo, ya sea de oro, de gasolina, de medicinas, de alimentos, pues, a diferencia del resto del país, en Las Claritas (el famoso Kilómetro 88) no hay escasez de nada.

Se consigue de todo. Las marcas de champú y de desodorante que ya no se ven en Caracas se encuentran en ese sitio sin restricciones. Se venden al triple de su costo, pues el valor comercial de los productos está condicionado por el valor del oro.

En esa zona del sur de Bolívar hay yacimientos auríferos, cuyo valor, según el Ministerio de Petróleo y Minas, se estima en, aproximadamente, 81,4 millones de dólares. Indudablemente, todo un atractivo económico no solo para los de la zona, sino también para zulianos, caraqueños e incluso colombianos.

Las Claritas es un pueblo como los del lejano oeste. Es parte del municipio Sifontes, uno de los 11 del estado Bolívar, pero tiene otra dinámica, impuesta, como lo aseguran moradores que prefieren no ser identificados, por los llamados “sindicatos”, grupos de hombres que aplican la ley a todo aquel que “se come la luz verde”.

Aquí nadie roba nada. Tú puedes ver esas harinas, ese montón de dinero en la puerta del negocio y nadie se atreve a ponerles las manos. Aquí todo se respeta, eso garantiza que haya paz, dijo uno de los habitantes.

Además del oro y la gasolina, también la venta de efectivo es un negocio pujante en la zona.

Antes y después de Las Claritas es visible el auge del Arco Minero. A orilla de carretera se ven las máquinas y las vallas que indican que la extracción va viento en popa.

De la anarquía a lo “normal”

Ya pisando suelo de Santa Elena de Uairén, la visión de anarquía y de violencia disimulada disminuye para dar paso a la imponente Gran Sabana.

Ese trayecto, de un poco menos de dos horas, refresca y cambia el panorama anterior. Hasta el clima baja unos grados y ya se empiezan a ver a los pemones dominando el terreno.

Vale la pena cruzar esa troncal hasta Santa Elena, la capital del municipio Gran Sabana, cuya población no es mayor a los 30.000 habitantes.

También es una comunidad agitada por el comercio. El efectivo se vende a 300 % de su valor, pues la mayoría de las transacciones, más de 80 %, se hace con dinero contante y sonante. Y si la venta se cierra con una transferencia bancaria, a la operación se le suma 40 % de comisión.

Por las calles de Santa Elena el movimiento no se detiene. Los habitantes visten, como en un pueblo costero, bermudas, cholas, franelas camisetas, lycras.

En las tiendas esa es la ropa que se exhibe. Nada suntuoso en cuanto a vestimenta se refiere. Sí destacan en los transeúntes los celulares de más de 10 pulgadas, sortijas y cadenas de oro.

Y, al igual que en Las Claritas, las personas andan con bolsas de billetes, de todas las denominaciones. 

En este poblado, que está a 20 minutos de Brasil, se puede hacer comercio incluso con reales, la moneda brasileña.

No hay colas para el pan ni para el papel higiénico. La única fila que se divisa desde la entrada a la ciudad es para la gasolina. Los conductores amanecen esperando las gandolas de Pdvsa.

Las mujeres y las personas de la tercera edad tienen preferencias para llenar sus tanques, así como también los prestadores de servicios turísticos acreditados.

Hay veces que no alcanza para todos y la adquieren “bachaqueada”. De esta forma, en un tanque de menos de 30 litros puede gastarse Bs. 750.000. Y la gente lo paga.

Así como también paga un kilo de harina de trigo en millón y medio de bolívares o de harina precocida de maíz en ocho reales (cada real equivalía hace un mes a Bs. 500.000 en el mercado paralelo).

En esa zona fronteriza convergen en el mercado tres monedas: dólar, bolívar y reales. Incluso, a alguien pueden pagarle 20 reales —que para el momento de la visita que produjo esta nota eran 10 millones de bolívares— por hacer un trabajo de jardinería, en un día.

El comercio sube las santamarías pasadas las 9:00 a. m. Desde 1999 Santa Elena tiene un régimen tributario preferencial o de Puerto Libre. A diario llegan los camiones desde el estado de Roraima, Brasil, para abastecer a toda la parroquia Gran Sabana.

Entonces, ¿por qué Santa Elena no es atractiva para quedarse? Si hay comida a granel, se mueve la economía y, además, están las minas a pocos kilómetros, ¿por qué los venezolanos no se quedan en ese extremo y, más bien, prefieren migrar?

No me quedé en ese lugar por temor. Con mi mujer y mi hijo pequeño me sentí más seguro cruzando la frontera, dijo Henry Concalves, quien permanece en un albergue en Boa Vista.

Hay un episodio que no se borra de la mente de quienes viven en Santa Elena. Se trata del asesinato del hijo de un comerciante libanés, ocurrido el 6 de septiembre de 2016. La forma en que los delincuentes entraron a la casa de la víctima y le cayeron a tiros a la familia permanece en el imaginario de los lugareños.

Aquí esto es muy seguro, pero desde que ocurrió eso la gente tiene miedo, relató Juan Carlos Bordón.

La luz en Santa Elena se va muchas veces al mes. Calles completamente oscuras y comercios cerrados destronan la aparente “normalidad”.

En el día, mucha gente se ve sentada en las esquinas, en las paradas y en la céntrica plaza Bolívar, cuya estatua del Libertador se mantiene firme, pero sin la espada, de la que solo quedó el mango. La gente no sabe si se le cayó o se la robaron.

Santa Elena de Uairén, a 1380 kilómetros de distancia de Caracas, hoy en día no es un punto distante en el mapa de Venezuela. Ahora tiene forma, tiene un concepto; se convirtió en el último pedazo de tierra que llevan en mente los miles de venezolanos que salen hacia Brasil, buscando mejores condiciones de vida. Un pueblo minero que se ha convertido en una vía de escape.  

 

Marcos David Valverde @marcosdavidv

T odo —o esa parte de lo que ahora es el todo— comenzó la noche del 19 de diciembre, cuando Roxana (suplica que no la identifiquen con su nombre) lloriqueaba sola en una calle de Boa Vista: no tenía dinero para mandarle a su hija enferma en Venezuela.

Solo tres días después iba rumbo a Venezuela con 850 reais en la mano. Se sentía millonaria, recuerda, y, sobre todo, feliz, porque además del dinero llevaba comida y ropa: todo lo que necesitaba para tener la Navidad que quería y que hacía 72 horas pensaba que no podría celebrar.

Otra noche, pero de junio, en la calle Ivone Pinheiro, Roxana (morena, veintitantos, el cabello secado, los labios remarcados con rojo, sandalias brasileras y un vestido floreado, tan corto que se asoma la juntura de las piernas, tan ajustado que remarca por todos sus costados las evidencias del sobrepeso) reconstruye lo vivido ese 19 de diciembre.

Yo llegué en septiembre. Trabajaba en una carpintería y no me pagaban bien.  Me pagaban 30 reais diarios y tenía que pagarme mi comida y mandar para Venezuela. Mi hija estaba enferma y no tenía el dinero para irme. Me decía que me relajara y me quedara tranquila.

Pero no podía estar tranquila. Sabía que su hija —a cuya edad no se refiere— no estaba bien. Sabía que ella misma tampoco lo estaba porque su incursión brasileña no iba bien: las aspiraciones de tiempos mejores se diluyeron al mismo ritmo que se le diluían los 30 reales de las finanzas. Apenas comía y pagaba el alquiler. Estaba sola. Lejos. Estaba sin dinero para mandarle a su familia; masticando cada buche amargo del desespero en la noche del 19 de diciembre.

Entonces, colapsó.

Y, también entonces, apareció “la amiga”.

Una mirada en el buscador de noticias de Google es suficiente: “La crisis empuja a venezolanas a prostituirse en el extranjero”. “Venezolanas obligadas a prostituirse en el extranjero por la crisis”. “Harina por sexo: prostitutas en Venezuela se ingenian ante escasez e inflación”. “Vinculan aumento del VIH en Cúcuta con la llegada de prostitutas venezolanas”.

Los estigmas brotan… tanto como el hambre en Venezuela: el hambre que ha obligado a cientos a salir del país y a buscarse la vida en Brasil. Y buscarse la vida implica, también, el oficio de la piel y de los fluidos.

En 2017, un trabajo de investigación del diario Folha de São Paulo determinó un número para tener una idea acerca de la cantidad de venezolanas que, en ese momento, se prostituían en Boa Vista: unas 150 fueron contabilizadas durante un recorrido de una noche.

En mayo de ese año, la Policía Federal desplegó la operación Condinome para desmantelar una red de tráfico de mujeres en el estado de Roraima (limítrofe con el estado Bolívar).

En una nota de prensa, la institución explicó que dueños de bares se aprovechaban de la “vulnerabilidad económica” de las venezolanas para ofrecerles comida y alojamiento a cambio de sexo.

“Vulnerabilidad económica”: la síntesis de todos los males de Roxana en aquella noche de diciembre.

Está agradecida: los primeros reais que se ganó en el mundo de la prostitución no ameritaron sexo. Unas horas antes, “la amiga” le había dado a Roxana una receta fácil y sin nombre para ese mal que padecía, el mal de la “vulnerabilidad económica”.

Me vio llorando. Me dijo que no me quería inculcar eso, pero que era la única forma de yo ganarme el dinero para mandar. La amiga recomendó un cliente. Roxana, temblorosa, se fue con él a un motel. No sabía muy bien, más allá de lo evidente, qué podía pasarle. ¿Iba a raptarla, a acuchillarla, a golpearla, a secuestrarla?

Seis meses después, sonríe aligerada: la hombría de aquel primer cliente no funcionó en su noche inaugural. Pero le dijo, llamándola minha menina, que estaba bien y que igual iba a pagarle. Lo hizo: 300 reales en efectivo y un mercado.

Yo me puse a llorar cuando vi tanta comida. Aquí es así, nunca se les ‘para’. Esos son los reales mejor ganados del mundo. De diez, dos. Por eso yo no le acepto trabajo a los venezolanos, porque los venezolanos tienen mucha mente abierta. Y ‘tan pagando a alguien y te quieren hacer de todo. Aquí en Roraima, en cambio, no. No es como en Guyana: yo estuve en Guyana y son cri-mi-na-les, ¿oyó?, relata, conteniendo la carcajada que viene a continuación.

Un censo de 2010 determinó que en el barrio Caimbé, de Boa Vista, vivían alrededor de 3800 mujeres y 3600 hombres. Es una zona  sin virtuosismos arquitectónicos: hileras de casas desiguales que se interrumpen por un abasto, un taller mecánico, un negocio que ofrece cachorros quentes (perros calientes), una padaria (panadería) y alguna iglesia evangélica.

Es el barrio atravesado por la calle Ivone Pinheiro; quizá, quién puede saberlo, la de mayor asiento de venezolanas dedicadas a la prostitución en Boa Vista.

Los espacios están copados. La noche de un día de semana cualquiera hay hasta ocho venezolanas en cada esquina. Tres allá. Cinco acá. Todas se rigen por un código tácito: nadie rivaliza. Nadie quita clientes.

Roxana está en la esquina de la posada Castelo dos Sonhos: un motel con una fachada anaranjada que parece, más bien, una quincalla. Esta noche está con cinco de sus compatriotas. Una de ellas, su sobrina.

Le digo: ‘ponte bien putica para que te los lleves’. Pero yo hallo que esa [señala a una mujer en la esquina contigua] es la más bonita de cara, pero hay otras superbonitas también. Por allá está una que tiene el cabello superlargo… aunque aquí te digo: no ven lo bonito sino el carisma y cómo envuelvas al cliente. A un solo tipo le puedes sacar 300 o 400 reais y por eso le digo a ella que se ponga así.

Roxana se asume como una gordita gostosa. Cállate, que estamos hablando algo aquí interesante, le grita a otra venezolana que recién se une al grupo y que ve con hostilidad la visita de dos periodistas. Aunque sean venezolanos, como ella.

No vine aquí para esto. Mis dos hijos no saben que estoy dedicada a esto, dice otra de las amigas. La pregunta para Roxana es, entonces, inevitable: ¿Qué le dices a tu familia?

Yo tengo amigos en negocios. Hay uno que trabaja en una panadería y yo me hago fotos como si estuviera trabajando ahí y se las mando a ellos para que me crean.

Por la Ivone Pinheiro pasa una moto. Ese tipo tiene sida. Nadie se acuesta con él, pero nos ‘rondea’ tooodos los días, dice Roxana cuando lo mira. El motorizado no es lo único que ronda por allí: a veces han tenido que huirle a clientes agresivos y a los policías federales.

La semana pasada [la última de mayo], un tipo le sacó un cuchillo a una de ellas. Yo ya estaba con un cliente montada en el carro y vi la cuestión. Él quería ir para la posada y yo: ¡no, no, no, no! ¡Da volta, da volta! El tipo del cuchillo quería matarla, pero se fue corriendo. Desde ese día no me he quedado trabajando hasta tarde, cuenta.

Son, la verdad, circunstancias extraordinarias. Las noches suelen transcurrir con una rutina pertinaz: un carro que frena, un hombre que pregunta “quanto é o programa?” y, dependiendo de la empatía, un trato cerrado.

El “programa” es una sesión de cama. En líneas generales, una brasileña cobra entre 100 y 120 reales por hora. Pero las venezolanas, para cazar al cliente, bajan el precio: 80 reales. Es por eso que allá, en Boa Vista, las llaman “as oitenta (las 80).

Todas trabajan en una suerte de sociedad con los dueños de Castelo dos Sonhos: ellos las dejan estar en frente de la calle. Ellas le dicen a los clientes que la jornada es allí. Todos ganan.

Tratamos de mantener limpias las calles. E hicimos contacto con los dueños de los hoteles para que nos dejen trabajar en sus habitaciones. Es más seguro para nosotras no salir del barrio. Nos hemos topado con hombres muy violentos. Aquí en Brasil consumen muchas drogas, lo bueno es que el nativo sabe que solo tiene que penetrar, el ‘programa’ no permite otro tipo de servicio, a menos que pague más, dice una de ellas.

Roxana asiente y añade: Cada mujer tiene sus reglas. Por ejemplo, yo, yo, yo, nunca me le desnudo al tipo así. Le bailo y lo desnudo a él. Pero si veo que tiene alguna anomalía le digo que estoy menstruando.

¿Alguna anomalía cómo?

—Si le veo el pene raro… aunque nunca me ha tocado. Y si uno le dice: estoy menstruando, ellos respetan eso.

En febrero, Roxana cambió sus ganancias en dólares y fue a Venezuela: 2500, en total. Compró un apartamento de 1000 dólares. Pequeño, sí. En una zona humilde, sí. Pero ahora es su apartamento.

La meta próxima es llevarse a su hija y a parte de su familia a Brasil. ¿Que qué les dirá cuando estén en Boa Vista? No sabe. Cuando ese día llegue, verá. Pero en este momento sabe que no puede dejar su oficio.

Como lo saben muchas venezolanas que huyeron de Venezuela para dejar de pasar hambre.

 

Boa Vista, el refugio de los venezolanos

Julio Pereira, profesor jubilado de inglés, llegó en febrero de este año a Boa Vista, capital del fronterizo estado de Roraima, en Brasil.

Salió de su apartamento, ubicado en la parroquia El Paraíso, Caracas, con la esperanza de una vida mejor. En ese entonces ya le era difícil comprar un kilo de carne en 70.000 bolívares.

Llegó a la ciudad, cuyo nombre en español significa Buena Vista, con unas cuantas camisas y algunos pantalones en la maleta. Nada más.

Me quiero regresar, no quiero estar más en el refugio. Cuéntame cómo está mi país, preguntaba, con cierta desesperación, al equipo periodístico de Crónica.Uno.

¿Usted quiere la verdad? Bueno, el kilo de carne ya pasa los cinco millones de bolívares.

De sus ojos saltaron lágrimas. Asimilado el golpe, con mucha angustia, respondió: Entonces me quedo en Boa Vista. No quiero irme a pasar más hambre.

Pereira está en el refugio llamado Santa Teresa, que habilitó el gobierno de Brasil en la ciudad norteña. Duerme en una carpa y comparte sus horas con más de 500 hombres.

Durante el día recorre las calles cercanas en busca de una diária, como le dicen en el vecino país al trabajo a destajo que se realiza en una sola jornada.

El albergue donde vive se encuentra en la avenida San Sebastián, que ya parece un barrio caraqueño, pues quienes ocupan las esquinas, las aceras, quienes manejan bicicletas, los buhoneros y los pedigüeños son, en su mayoría, venezolanos.

Ciertamente, como Pereira hay miles de compatriotas. Las estadísticas dicen que 40.000, cifra que representa 10 % de la población de Boa Vista, el municipio más poblado del estado de Roraima.

Perdió la tranquilidad

Esta ciudad destaca por su orden y limpieza. Llegar allá y ver un ambiente quieto, tranquilo, sin corneteo, quiebra con el imaginario que se tiene del gigante del sur, cuna del Carnaval.

Sus avenidas son amplias y, para los locales, es un orgullo que el trazado urbano —organizado en forma de óvalo que se expande— tenga semejanzas a las calles de París.

Su gente viste de manera sencilla, con ropa desahogada y un tanto playera. Es calmada. De hecho, al venezolano lo reconocen no solo por el idioma, sino también porque lleva zapatos cerrados, pantalones y, en ocasiones, camisas, y porque hace bulla y es inquieto.

En ese poblado se vive de la actividad comercial y de la administración pública.

Los pobladores se quejan del desempleo y, por lo tanto, son celosos de sus puestos de trabajo. Según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística, en 2017 había en ese país 13,5 millones de desempleados y la tendencia era a que esa cifra se incrementara.

Por eso los brasileños sintieron un desajuste con la llegada de tantos inmigrantes, pues las ofertas de empleo son muy pocas. Y aunque la primera opción la tienen los locales, el venezolano se ofrece como mano de obra barata, por lo que se está creando xenofobia de parte de los nativos.

Rechazo que, dicen los venezolanos, también ha manifestado la alcaldesa Teresa Surita.

Tenemos un problema muy grave que solo empeorará: las calles de la ciudad, que solían ser tranquilas, ahora están cada vez más llenas de venezolanos pobres, llegó a comentar la funcionara en diciembre de 2017.

Y, recientemente, advirtió que no hay recursos suficientes en la administración municipal para atender a un número tan alto de inmigrantes, sobre todo en lo relacionado con salud y educación, por lo que se espera que el gobierno de Michel Temer agilice el proceso de traslado de los venezolanos a otras ciudades del país.

Buhonería y aumento de delitos

Hasta la Praça das Águas, en pleno centro de Boa Vista, se vio impactada con el exceso de visitantes.

Aquí no había vendedores de algodón de azúcar ni pintacaritas. Todo ese boom se inició con la llegada de los compatriotas, dijo Laura Cárdenas, merideña, que ya tiene dos años y medio en la ciudad.

Esa plaza se llena de connacionales después de las 7:00 p. m. Todos van buscando la señal de Wi-Fi gratuita para poder comunicarse con sus familiares en Ciudad Bolívar, San Félix, Puerto Ordaz, Tumeremo y Maturín, lugares de origen de la mayoría de los refugiados.

Los datos

Un estudio reciente de la Alcaldía de Boa Vista arrojó que la mayoría de los venezolanos en la capital de Roraima (74 %) tiene entre 15 y 60 años de edad. Del total, 65 % son solteros, 60 % son mujeres y 22 % niños de hasta 11 años de edad. 82 % de los jefes de familia pretende traer a sus familiares en Venezuela, aunque 65 % se encuentra desempleado en Boa Vista, según el mapeo de la alcaldía.

Los barrios Caimbé, las avenidas João Alencar, São Sebastião y Das Guianas, el sector Pintolandia y la comunidad Senador Hélio Campos, tienen presencia de venezolanos y ya la gente habla de aumento de la inseguridad.

Un vocero —pidió que no lo identificaran— de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur) dijo a Crónica.Uno que los delitos en Boa Vista no aumentaron con la migración venezolana y acotó, además, que “toda Brasil es insegura”.

No obstante, en la calle hay una sensación general del incremento de la ilegalidad.

Al principio me daba mucha cosa y me metía a defenderlos, luego vi que no agarraban escarmiento y ya no meto la mano por ellos, comentó Ana Aguilera, una joven de Maturín, de 24 años, que tuvo la fortuna de colocarse como vigilante en el terminal terrestre Rodoviaria.

Ella ha visto venezolanos cometiendo arrebatones  y consumiendo drogas en los baños.

También Yarinson Torres, quien tiene cinco meses en Boa Vista, ha sido testigo de robos. Y por eso nos llaman pilantra, como dicen malandro en  portugués.

No se puede tapar el sol con un dedo

La calles de Boa Vista, cuando cae la tarde, se ven despejadas. Son menos los carros que atraviesan las amplias avenidas.

Y en los alrededores del muelle del río Branco, en cuya entrada está el Monumento aos Pioneiros, cerca del casco colonial, son muy pocos los que hacen vida. En ese punto de la ciudad sí se ven más brasileños que venezolanos.

Al igual que por los lados del Centro Cívico, muy cerca de los edificios de los Poderes Públicos. A pesar de ser 30 de mayo, una noche antes del día feriado de Corpus Christi, a casi nadie se ve paseando por las bien conservadas caminerías.

En los dos últimos años los venezolanos han “invadido” esta ciudad huyendo de la crisis económica y de la política de control y represión que tiene el gobierno de Nicolás Maduro.

Se han ido hacia esas tierras buenos y malos. Sin saber qué les esperaba, sin dominar el idioma, sin tener cupos en los colegios para sus hijos, solo buscando comida.

Ahora, hay otros que van y vienen. Los que van a comprar alimentos y a buscar medicinas; venezolanos que, se quiera o no, ayudan con su dinero al comercio en la frontera brasilera. De São Paulo a este municipio son más de 4700 kilómetros de distancia, dos días 17 horas de viaje por carretera. Más rápido están llegando los venezolanos que los mismos brasileños.

El número real de refugiados que residen en Boa Vista, según la alcaldesa Teresa Surita, es de 25.000 personas

El drama de los waraos: “En Venezuela ya estuviese muerto”

Marcos David Valverde @marcosdavidv

Entre Pacaraima y Boa Vista, en el norte de Brasil, hay aproximadamente 174 kilómetros. Es una vía sin particularidades: cada tanto hay que aminorar la marcha porque un grupo de obreros trabaja en la ampliación de una red sanitaria. En alguna parte, de lado y lado, surge el río Uraricoera. En otras hay negocios en los que se puede comprar, sin que medien nacionalidades, pão de queijo y harina precocida de maíz (PAN). La sensación imperante, en todo caso, es la de soledad.

Esos ciento setenta y tantos kilómetros fueron los que recorrieron caminando Alberto Heredia y su familia: una esposa y cuatro hijos, de 16, 14, un año y ocho meses. Caminando. Un paso tras otro. Toda la familia. Bebés a cuestas con el sol de frente y sin intermediarios.

Caminaron, entonces… sacando la mano a ver si algún aventón los socorría. O blandiendo botellas de plástico en el aire, en caso de que alguien les regalara agua. Días. Noches. Hasta que el destino comenzó, finalmente, a vislumbrase: allí estaba Boa Vista, la solución a todos sus problemas. La tierra prometida.

Eso pasó hace cinco meses. Ahora, Alberto Heredia y su familia están en el Abrigo Pintolândia, al oeste de la ciudad. Es uno de los refugios habilitados principalmente para venezolanos a través de la Operação Acolhida.

Pero esta historia tiene otra arista. A este grupo, como a sus semejantes, se les prometió todo un universo porque son los “herederos ancestrales” y, nada más por derecho histórico, son dueños de tierras venezolanas. Por lo menos ese ha sido el discurso que se ha enfatizado en los últimos 20 años, uno que contrasta con la verdad, porque este grupo, que ahora se lanza a caminar para huir de Venezuela, es el que está concentrado bajo un galpón al oeste de Boa Vista. Ese grupo son los indígenas waraos.

Contrastes

A los pueblos indígenas los reconocemos como parte medular de esta patria. Ya basta de exclusión, de discriminación. Coloquemos a nuestros hermanos indígenas en el primer lugar de nuestro amor, de nuestro reconocimiento, de nuestro afecto, de nuestro compromiso. Ellos son sobrevivientes de la masacre, del genocidio que Europa cometió aquí.

Recostado en un chinchorro de Pintolândia, Eusebio Silva recuerda esas palabras de Hugo Chávez. Quizá no el discurso en sí, pronunciado en 2010, sino el fondo, repetido una y cientos de veces por el presidente fallecido: la reivindicación de los pueblos indígenas. Amor. Reconocimiento. Afecto. Compromiso. Todo lo bonito que las palabras pueden ventilar. Y recuerda también, y especialmente, el reconocimiento histórico: “…la masacre, el genocidio que Europa cometió aquí”.

A veces, a Eusebio se le quiebra la voz. Está ahora lejos de su tierra natal, Tucupita, en el estado Delta Amacuro. De allá salió hace cuatro meses porque estaba enfermo y no encontraba medicinas. Tenía una infección crónica y severa.

A pesar de que en el Delta era auxiliar de enfermería, Eusebio no supo qué tenía. Su hermana murió en enero. Tampoco supo de qué. Pero eso le bastó para tomar la decisión de irse. Y eso, por cierto, fue lo que menos le costó: lo que más fue admitir que todo el discurso que le sonaba armonioso, justiciero y reivindicativo no era más que palabras.

En abril de este año, Kapé-kapé, organización dedicada a la vigilancia de derechos de pueblos indígenas, detalló en un informe que la movilización “de familias warao se ha acentuado en los primeros dos meses del año. Las comunidades Janokosebe, Yakerawitu y Yakariyene son las que presentan mayor salida de familias hasta la frontera  de Venezuela con Brasil. En los últimos dos meses se ha constatado la salida de 20 familias de Yakariyene, 15 han salido de Yakerawitu y más de 30 familias han abandonado la comunidad de Janokosebe”.

En el mismo informe, Kapé-kapé cita a la organización Pastoral Indígena. En esos meses, más de 2000 waraos habían salido de Delta Amacuro con rumbo a Boa Vista. La explicación es sencilla: “no todos están recibiendo la ayuda necesaria que requieren. Y no solo los warao, sino todos los venezolanos que han salido del país”.

Sortear el hambre

Alberto Heredia está en una carpa familiar. En Pintolândia hay de esas tiendas de capaña en la parte externa del galpón. Pero también están las individuales en la parte interna. Conviven con chinchorros y colchonetas.

Allí, los warao han visto lo que tenían mucho tiempo sin ver en Venezuela: pechuga de pollo, arroz, frijoles y manzana. Es lo que se cocina en el mediodía del 2 de junio.

Detrás del galpón están los baños. Hay duchas y letrinas de cerámica blanca empasteladas de marrón. Un indígena warao es el encargado. Se queja gritando: “Al que me deje esto así lo voy a poner a limpiar”.

De los baños brota un hilo de aguas negras que corre varios metros. Al lado, una familia warao cocina arroz con pollo.

Viendo todo eso, Heredia, sin embargo, agradece: no todos los cinco meses los ha pasado aquí. Los dos primeros estuvieron en la Rodoviária Internacional José Amador de Oliveira – Baton, terminal de pasajeros de la ciudad.

Allí chocaron contra el primer muro de concreto erigido por la realidad: no había trabajo. De hecho, todavía no hay. Pero ni Alberto Heredia ni su familia tienen la mínima intención de moverse de aquí.

¿Regresaría?

—Ahorita no, no todavía. Ahorita estoy mejor. Como tranquilo. Aquí estamos comiendo. Iría para allá solo para llevarle [comida] a mi familia. Por eso nada más. Allá estaba pasando hambre.

Lo que llega

12 de octubre de 2017. En la conmemoración de los 525 años de la llegada de los españoles a América, un iracundo Nicolás Maduro llevó a otros niveles las condenas históricas de Hugo Chávez. Ese día, en frente de su ejército de medios públicos, exigió al rey de España, Felipe VI, una indemnización para los pueblos indígenas. Un pase de factura.

“No puede ser que España siga celebrando el 12 de octubre como un día de fiesta nacional. ¿Fiesta de qué?, ¿fiesta de muerte, de la invasión, de la tortura, del genocidio? El rey de España lo que debe hacer es pedir perdón y hacer una indemnización histórica de los pueblos indígenas que masacraron los borbones a lo largo y ancho de nuestra América”, dijo entre un festín de aplausos.

Eusebio no lo entiende: ¿se le puede pedir a alguien externo algo que en la casa no ha podido hacerse? El divorcio entre el discurso y la acción terminó decepcionándolo. Y hay que ver que creyó: su apoyo a Hugo Chávez no solo fue de voto y de aplauso, sino también como promotor activo de su política. Eusebio fue coordinador en Tucupita de la Misión Guaicaipuro, el plan que tuvo horizontes un tanto etéreos: propiciar la participación protagónica de los indígenas, saldar la deuda histórica y “construir sus propios destinos”.

La Ley de los pueblos indígenas la debatimos nosotros para que respetaran nuestros derechos, que seamos más respetados e incluidos dentro del idioma oficial. Eso aprobamos con las misiones Guaicaipuro. Siendo los mismos revolucionarios socialistas, tenemos que ser todos por igual.

¿Y eso se cumplió?

—¡Ellos no lo cumplieron! No respetaron. Más bien quisieron dividir a los indígenas por parte de la política, que un hermano tuviera enemigos por la política.

El incumplimiento, observa Eusebio, ha sido más tangible que las tres líneas centrales de la Misión Guaicaipuro: No había comida. Lo que había era la caja Clap y eso duraba solamente una semana. Ahorita, en mi comunidad se mueren de hambre, tanto niños como adultos. No hay comida, no hay medicina, no hay nada. Lo que llega es pura mentira.

El último informe anual del Programa Venezolano de Educación-Acción en derechos Humanos (Provea) abunda en detalles sobre el estado de precariedad al que están sometidas las comunidades indígenas.

Allí se detalla: “La escasez de alimentos, la inflación, el alto costo de la comida, el mal funcionamiento de los centros de abastecimiento Mercal, la irregularidad de la entrega de las cajas Clap y la falta de agua potable, repercuten en la garantía del derecho a la alimentación de indígenas waraos, tal como lo evidencian las denuncias, demandas y protestas generadas en la región, pidiendo atención y comida”.

En Pintolândia, Auxiliano Zapata (franelilla de color rojo desgastado, cabello al rape, collares coloridos), oriundo de Delta Amacuro, recalca que, como a sus otros “hermanos”, el hambre no fue lo único que lo sacó de su casa. Pero tiene otra convicción: la culpa no es del gobierno de Maduro.

No salimos buscando una solución solo en alimentación. También buscamos mejoras en la salud. Pero no quiere decir que la culpa de esto es del gobierno: todo esto es culpa de la oposición, porque ellos hicieron empresas queriendo tumbar el Gobierno… bueno, hasta ahora no pudieron. Y nosotros somos los más afectados.

En Pintolândia funciona una escuela que financia la Embajada de Canadá en Brasil. Es un tráiler con aire acondicionado, una pizarra y algunos pupitres. Los hombres, supervisados por el Ejército, se encargan de los trabajos pesados: en este mediodía, por ejemplo, se afanan en la construcción de un drenaje de aguas negras.

Hay 22 mujeres embarazadas, 11 recién nacidos, 80 niños que van a la escuela-tráiler y 10 caciques, cada uno al mando de 30 familias. Un paneo sirve para percatarse de algo: hay muy pocos síntomas de desnutrición. Quienes están desnutridos son los que recién llegaron. Son los que tienen la marca de Venezuela en los costillares.

Zona dependiente del gobierno central, Boa Vista no es precisamente el lugar idóneo para buscar trabajo: allí no hay economía propia. Pero los refugios sirven como una tabla de salvación para los que llegan. Comida y atención médica. Es el primer respiro, es asegurar la sobrevivencia. Es así como lo conciben los waraos que están en ellos, porque, como dice Eusebio Silva: “En Venezuela ya estuviese muerto”.

 

De psicóloga a repostera, la otra cara del inmigrante

aura Cárdenas conoce la ciudad como a la palma de su mano. Llegó a Boa Vista en otras circunstancias. Acompañaba a su esposo en actividades turísticas y deportivas. A finales de 2016, ambos se vieron atrapados en la ciudad tras el cierre de la frontera, y ahí es donde comienza una nueva historia en la vida de esta psicóloga egresada, como ella dice “hace muchos años”, de la Universidad Central de Venezuela (UCV).

Laura, quizá su tamaño se lo permite, se cuela con agilidad por todos lados en la ciudad. Sabe los caminos verdes, habla con la gente como una brasileña nata. El idioma lo maneja con mucha facilidad, conoce el nombre de los barrios, de las avenidas, y ahora es testigo de los cambios, para bien y para mal, que experimenta Boa Vista.

Teníamos ocho o nueve años viniendo aquí. Mi esposo daba clases de parapente y trabajaba en la ciudad algunas cosas de turismo. En diciembre de 2016, justo cuando estaba como instructor, Nicolás Maduro cerró la frontera y nos quedamos aquí todo ese mes.

Sus amigos los ayudaron prestándoles un apartamento, enseres domésticos y hasta ropa para pasar las navidades.

Ese tiempo terminó por engancharlos. Decidieron iniciar los trámites para la extensión de la visa de turista. Mientras pasábamos el lapso permitido, gestionábamos la residencia temporal, que había que pagarla. Vendí mi anillo de graduación y otras cosas personales para cancelar esos trámites, debido a que Venezuela ya se había salido del Mercosur.

Esa decisión ya no era solo agarrar un parapente y volar libremente alrededor de una montaña, implicaba una mochila mayor: sueños, proyectos y lo más importante, un niño de 5 años.

Laura, para no ser solo “la inmigrante”, a la que la vecina del piso le deja notas despectivas en el pasillo, busca por todos los medios ser reconocida como ciudadana y aunque no puede ejercer la psicología, porque no apostilló su título, hace labor social en algunos refugios y, para ayudar con los gastos de la casa, le metió el pecho a un emprendimiento personal, la repostería.

Vive en un apartamento, en uno de los pocos edificios que hay en Boa Vista. Dos habitaciones y un solo ambiente donde están la cocina, la sala y el comedor. Ese es su refugio. Porque yo también soy como refugiada, es difícil aquí, esta es una ciudad pequeña con pocos recursos e industrias privadas, así que no llueven los trabajos.

Su esposo, Juan Carlos Artal, ha podido bandearse para sortear las dificultades. Sabe de construcción y carpintería y, gracias a los conocidos ha podido colocarse en algunos empleos.

Mientras tanto, Laura perfecciona los brownies y los cinnamon rolls, y lleva a su hijo a la escuela en una bicicleta.

Aquí los carros son para las personas con recursos, los trabajadores usan bicicletas y nosotros estamos en esa categoría. Pero no dejo la bici en cualquier sitio, pues dicen que con la llegada de muchos venezolanos, se incrementó el robo de estos vehículos.

Recuerda que Boa Vista era una ciudad muy tranquila. Eso, para ella, era su atractivo. No tenía el agite de una capital como Caracas. Incluso no había centros comerciales, ahora hay dos.

Hay un cierto aire de desarrollo, eso se nota, pero también hay cambios no favorables. Antes no había pedigüeños, ni economía informal, eso se está viendo con el éxodo de los venezolanos.

Incluso a ella eso también le deja una afectación indirecta y es que ya estoy viendo malos tratos en los servicios de salud, cosa que no me ocurría. Sí es cierto que hay brasileños que ayudan, y más con el desarrollo de la Operación Acogida y con la llegada de Acnur, con lo cual tratan de que la población entienda que nosotros estamos ahí sobreviviendo y buscando mejor calidad de vida. Pero, efectivamente el rechazo aumenta cada día y la situación se hace más compleja principalmente en términos de los servicios públicos.

Laura ha limpiado casas y planchado ropa ajena. Sin embargo, es una venezolana más en Boa Vista que se desprendió de su confort y está fortaleciendo una imagen de lucha.Hay que pensar en construir, a pesar del oscuro panorama, porque vamos generando historias.

Huir a Brasil por hambre

Desarrollo editorial: Raúl Chacón 
Concepto: Mabel Sarmiento Garmendia 
Redacción de textos: 
Mabel Sarmiento Garmendia, Marcos David Valverde 
Edición de textos: Natasha Rangel, Raúl Chacón
Fotos y videos: Mabel Sarmiento Garmendia, Marcos David Valverde
Edición de videos: Jota Díaz 
Infografías: Milfri Pérez 
Diseño: Lesslie Cavadías