Carolina Luna, mujer de 36 años con ocho hijos a cuestas y portadora de VIH, se acuesta sin comer y a sus hijos les da arroz picado o lechoza sancochada cuando consigue.

Caracas. ¿Qué si hay hambruna?, replica Carolina Luna, una mujer de 36 años portadora del VIH y con ocho hijos a cuestas. Claro, estamos pasando mucha hambre. Ayer [22 de noviembre] conseguí granos —tipo sopa— con arroz y se los di a mis niños. Yo no comí. Y el día anterior un vecino me dio unas yucas y se las puse en el plato a las más pequeñas.

Los hijos de Carolina, madre soltera, tienen edades comprendidas entre 16, 14, 12, 11, 6, 4 y 2 años. El octavo tiene 10 meses.

“Tengo que esperar cada 15 días para que el papá de la niña —de Cristal la que tiene 2 meses— me dé algo”.

Disfrazando la pobreza caso de Carolina Luna
Sin comer y sin tomar agua pasaron la mañana los niños de Carolina.

De resto, contó que los varoncitos salen a la calle a buscar la comida. A veces no consiguen nada, se regresan con el estómago vacío y para engañar el hambre se lanzan en la cama a darle rienda suelta a un sueño profundo, del que no salen ni con las moscas revoleteándoles la cara.

Luna dijo que no tiene apoyo familiar, pues sus hermanos —11 en total— viven la misma situación por la escasez y el alto costo de los alimentos.

Como no puedo darles comida los dejo que salgan. Se van los viernes a Caracas a buscar algo. Recogen de la calle metales que pueden vender o piden alimentos. No puedo decirles que no, porque aquí no tengo nada. A veces se quedan en la calle. Se llevan un suéter y una cobijita. Me da miedo, pero qué puedo hacer. Ya fui a la Lopna a buscar ayuda y me dijeron que resolviera yo.

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El rostro de la crisis

Carolina vive en el kilómetro 42 de la carretera Santa Lucía, estado Miranda, en un rancho cuyo piso de tierra compactada está carcomido.

En una habitación medio pertrechada con dos camas matrimoniales duermen siete niños, uno al lado de otro. El mayor permanece sentado muy cerca de su mamá, quien sondea su alrededor y ve solo miseria multiplicada por tres: una cocinita eléctrica que parece un fogón de lo ahumada que está y que tiene varios días apagada, una nevera donde guarda peroles y unos potes que hacen las veces de asiento.

Su niña pequeña tiene tres días que no toma tetero de leche. Por su condición no puede amamantarla y eso le genera más angustia, porque el hambre de la niña no aguanta.

Le estoy dando agua de arroz. Hay fundaciones que me ayudan y me dan la fórmula, pero una vez al mes. De resto, tengo que darle lo mismo que a los otros niños.

Disfrazando la pobreza caso de Carolina Luna
Ni las moscas revoloteando los sacan del sueño profundo.

No está tomando los antirretrovirales desde el mes de junio. Cada día siento que mi salud se compromete mucho más. Estoy aquí por la voluntad de Dios, porque si fuera por mí no sé dónde estaría, dijo con voz pausada.

A la doctora Maritza Landaeta, de la Fundación Bengoa, le preguntaron en un foro realizado hace un par de semanas si consideraba que hay hambruna en Venezuela, respondió que sí. En las zonas de pobreza extrema, señaló, donde han encontrado grados desnutrición que llegan a 30 %, con gente que ha rebajado en promedio 12 kilos este año.

El término hambruna escandaliza a algunos políticos e investigadores por su magnitud visual. Los diccionarios básicos, sin embargo, tienen entre las acepciones del término que se trata de la “escasez generalizada de alimentos básicos que padece una población de forma intensa y prolongada”.

De acuerdo con un informe reciente del Centro de Documentación y Análisis para los Trabajadores (Cenda) 14 productos de los 60 que conforman la canasta alimentaria presentaron problemas de escasez en octubre de este año. En ese mes, los rubros que más subieron fueron: carnes 89,9 %, pescado 66 %, salsa de tomate, mayonesa y vinagre 63,4 %, grasas y aceites 49,7 %, frutas y hortalizas 46,6 % y leche, quesos y huevos 41,9 %

No puedo comprar sardinas en 15.000 bolívares es imposible para mí. No comemos pollo ni carne. La caja me llega, pero cada dos meses, y esos son los granos que cocino.

Prepara el arroz picado porque es lo más barato y si tiene que comprar aliños, escoge una cebolla y un tomate. Muchas veces ninguno de los dos y, en ocasiones, solo tiene para una ramita de cilantro.

El agua que consume se la venden. Paga 4000 bolívares por un pipote cada semana. Y cuando no tengo plata, simplemente no tenemos agua. Le pido un vaso al vecino para darle a los niños.

Según dijo, en estos momentos no presentan cuadros de desnutrición, pero ella cree que una de las niñas tiene anemia, pues se queda dormida en la escuela y le duele mucho la cabeza.

Disfrazando la pobreza caso de Carolina Luna
Cuando tiene que venir a Caracas pide una cola al camión del a basura.

No obstante, tocándose su cuerpo a nivel de la cintura ella calcula que ha perdido más de 20 kilos. Por su puesto, no consume proteínas, ni grasas ni azúcar. Sus hijos tampoco.

El presidente de Fedeagro, Aquiles Hopkins, indicó este martes que el consumo de carne bovina pasó de 24 kilos por persona en promedio histórico, a tan solo 8 kilos o menos por persona. El consumo de huevos bajó de 180 unidades por persona al año, a 60 unidades o menos. Y la ingesta de pollo bajó de 42 kilos por persona a tan solo 11 kilos por persona al año.

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En el caso de Carolina y su grupo familiar, hace rato que esos alimentos no entran a su cocina.

Cuando le toca ir al hospital J. M. de Los Ríos sale de su casa a las 3:00 a. m. y espera la cola del camión del aseo. Si tiene que llevar a la niña al médico pide plata prestada. Antes trabajó como vigilante y ahora limpia casas, pero ya ni eso le conviene. “Si me pagan 10.000 bolívares diarios se me va todo en pasaje. Si son 40.000 bolívares, igual no alcanza sino para medio hacerles una comida. Hay días en los que comen tres veces al día, otros tantos dos veces y muchos otros una sola vez, dijo, desesperanzada.

Carolina estuvo dispuesta a hacer público su caso. Pero guarda mucho recelo con pedir ayuda al consejo comunal de su zona. Teme que la denigren y que agredan a sus hijos. Ya en una oportunidad pasó y no quiere que se vean más afectados. Su hijo mayor, que dejó los estudios en primer año, es el que cocina. “Él teme que me corte y que los contamine, pues sabe que no me tomo los medicamentos”.

Fotos y video: Francisco Bruzco


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