Pésimas condiciones de vida y desidia gubernamental han mantenido sellado el destino de los habitantes de la Sierra de Perijá.

Sierra de Perijá. Tener tierras para poder vivir de ellas mediante cualquier actividad, sea por cultivos o con ganado, debería ser suficiente para llevar una vida pacífica, probablemente sin lujos, pero también sin carencias. Esta podría ser la creencia popular, sin embargo, la realidad suele ser más cruda y más todavía para los pueblos indígenas que de propaganda gubernamental no viven.

Desde Maracaibo, a solo un par de horas, de autobuses y de alcabalas con funcionarios interesados en las pertenencias de los viajeros, se encuentra Toromo, una pequeña comunidad indígena que no llega a pueblo, pero sí a sorprender. Caluroso, de clima y gente, con casas de zinc, de bloques de cemento y de bahareque, además de mucho verde a los alrededores. Los niños se acercan corriendo interesados en los nuevos visitantes con sus largas mochilas. Barrigas gordas, extremidades delgadas, caras largas y un: “¿Señor, me regala pan?”.

“Bienvenido al Parque Nacional Sierra de Perijá”, reza un cartel.

Casi 3000 kilómetros cuadrados conforman la Sierra de Perijá, decretada como parque nacional con el objetivo de preservar la biodiversidad. Un sitio que parece tener de todo, montañas que van desde los 800 metros hasta más de 3500, ríos y largas extensiones de terreno fértil, un clima perfecto para tener diferentes cultivos como café, plátano, granos, aguacates, y más. Sin embargo, enfrenta una severa crisis. En esa zona, las comunidades tienen problemas de salud y limitaciones para sembrar, con lo cual el sustento se dificulta.

¿Cuál es el problema?

La economía de los yukpas está basada en el cultivo y, en menor cantidad, en la ganadería, pero ello ya no es posible.

Hay un dicho que cita “No solo de pan vive el hombre”, y en las comunidades indígenas no pueden vivir de lo que cultivan, por lo que deben mercadear sus productos para poder adquirir otros.

Con todo, las malas condiciones de las vías de comunicación —incluso la inexistencia de estas dentro de la Sierra— y los senderos en donde solo pueden transitar mulas, hacen que muchos de los cultivos se pierdan. En octubre del 2016, la viuda del conocido cacique Sabino Romero tuvo que lamentar perder toda su cosecha de aguacates. A pesar de que fue buena, no hubo forma de sacarla.

Hay quienes sí logran el cometido de transportar la mercancía hasta Machiques, son casos de éxito a menor medida que igual encuentran trabas en el camino, entre ellas: falta de espacios dispuestos para poder comercializar y la famosa viveza criolla que aparentemente es uno de los rasgos característicos de la sociedad venezolana. Quienes compran sus productos regatean con saña para adquirirlos a precios muy por debajo de su verdadero valor, mientras que los costos de la mercancía que ellos venden —y que los yukpas tanto necesitan— se mantienen hasta por encima del precio del mercado.

Frente a la Plaza Bolívar y junto a la biblioteca pública, existe un terreno emblemático para la etnia porque ahí era donde el famoso Cacique Romero solía ofrecer aguacate y topocho. Este terreno en muchas ocasiones ha querido ser utilizado por los indígenas como espacio para sus actividades comerciales creando lo que llamarían el “Mercado Indígena Agrícola Artesanal Sabino Romero”, pero no han tenido éxito. Muchos responsabilizan a los entes gubernamentales de la región de frenar a la etnia en la ocupación del espacio, llegando al uso de la fuerza policial para evitarlo.

“Espejos por oro” es quizá la mejor analogía para describir el caso de los yukpas, quienes a lo largo de los años han tenido que abandonar sus territorios ancestrales, sometidos por la codicia de terratenientes que aspiran a poseer estas áreas fértiles, así como los intentos del Gobierno de dedicar parte de estos espacios a la explotación de carbón, sin importar el daño que hace a la comunidad y al ambiente.

[irp posts=”51280″ name=”Continúa el debate para advertir la vulneración de DDHH con la creación del Arco Minero”]

Incluso dentro del mismo parque nacional más abusos se cuecen a mano de la delincuencia organizada, que bajo el terror y sobornos mantienen a la población sometida y resignada a que su territorio sea una ruta para transportar ganado ilegal, gasolina, entre otros productos. Esas mismas bandas poco a poco han estado captando a la juventud indígena, atrayéndola con dinero y estupefacientes. Todo un ilícito a vox pópuli. Y las alcabalas no se manejan solas.

Muchos han dejado sus tierras para vagar por las calles de las grandes ciudades y vivir de la venta de algunas artesanías, y la limosna, mientras mantienen a sus niños en un trance producido por el hambre y la poca libertad que les da el cartón donde se posan a la espera de un billete extra. Pese a que todo luce tan desolador bajo este escenario, todavía hay un grupo que no deja de cultivar, de mantener un pequeño ganado y ver a sus pequeños correr en la serranía.

Los riesgos de salud 

En esa zona lo más preocupante es el estado tan deplorable de salud de los niños. En solo minutos se puede hacer una lista de las afecciones que sufre la mayoría: anemia, parasitosis aguda y graves infecciones en la piel, incluso muchos de los niños llevan en la cabeza una característica herida supurante.

Todo porque no hay atención médica en toda la zona. Medicamentos tienen, todos resguardados en un ambulatorio, sin personal de salud. Algunas medicinas, que son complicadas de conseguir en el resto del país, están allí, a la espera de ser utilizadas o caducar sin vida útil. Esto bajo la indiferencia de unas autoridades que se proclaman “defensores de los derechos indígenas”. La única atención que reciben proviene de grupos de estudiantes que se organizan cada cierto tiempo.

Los yukpas deben ser trasladados hasta Machiques en busca de profesionales de la salud, señalan los indígenas, pero la ciudad también carece de atención médica de calidad, por lo que ellos mismos piden ser trasladados al Hospital Chinquinquirá o al Hospital Universitario de Maracaibo para evitar pisar la tumba.

Fotos: Omar Villafañe.


Participa en la conversación