Shujaila Lucena es la psicopedagoga de la Unidad Educativa Campo Solo, ubicada en el municipio San Diego, en Carabobo. Tras la suspensión de clases, decidió crear en su teléfono los grupos de WhatsApp de padres y representantes de primero y sexto grado. Las maestras titulares de esos cursos no tienen Internet ni equipos para atender en línea a los estudiantes.

Caracas. Lo primero que pensaron en la Unidad Educativa Campo Solo fue en los maestros y profesores con teléfonos inteligentes, computadoras e Internet en casa. No solo preocupaba el brote de coronavirus que empezaba en el país, sino el trabajo educativo desde el hogar. A las maestras y a los estudiantes les quedaban dos semanas para finalizar el segundo lapso y otros tres meses de clases por venir.

Ese fin de semana, el grupo de WhatsApp de directivos y docentes se convirtió en la sala de reuniones de la escuela. “¿Quiénes tienen teléfonos inteligentes y quiénes no?”, fue la pregunta. Era un hecho que las clases continuarían a distancia y los grupos de WhatsApp serían las aulas.

Ya el ministro de Educación, Aristóbulo Istúriz, el 15 de marzo en televisión nacional presentó el programa Cada Familia Una Escuela. Semanas después —tras la encuesta a padres y representantes en el Sistema Patria— más de 90 % aprobó culminar el año escolar en casa, indicó el gobierno.

En el turno de la tarde, tres docentes no tenían celulares. “Tres cursos quedarían sin atención. Esas maestras están sin Internet y sin computadoras en casa”, dice Shujaila Lucena. La opción: otros maestros tenían que asumir la administración de esos grupos.

Lucena, docente de Educación Especial egresada de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador, quiso colaborar con dos cursos: “Otra docente y yo decidimos apoyar a nuestras maestras y asumimos esos grados porque teníamos Internet”. Lucena también es la psicopedagoga  de la escuela.

Ese mismo fin de semana comenzó a crear los grupos: la maestra de sexto grado le pasó la lista con los números de teléfonos de los padres y representantes. La de primer grado solo tenía algunos, pues había dejado todas sus cosas en la escuela. Lucena registró los contactos en su agenda, uno a uno. Revisó quiénes aparecían en WhatsApp y la última conexión.

“Comencé a llamar a quienes no tenía en WhatsApp. La última conexión de algunos era del año pasado. Tuve que pedir a Control de Estudios que me mandara la lista de números actualizados. Otros papás enviaron números de celulares prestados”, cuenta Lucena.

Lucena quiere llegar a todos los estudiantes

Quería llegar a todos. Cada vez que lograba comunicarse con algún papá o alguna mamá preguntaba si conocían a los representantes faltantes. Su deseo aún no se cumple. “Todavía hay niños que están por fuera. No los he podido contactar, no les están llegado las actividades escolares”.

Ya culminó el segundo lapso y han pasado tres semanas del tercero. Pero aún Lucena no trabaja con los grupos completos. Es difícil, repite constantemente. Algunas mamás tienen celulares prestados; el uso es limitado. Con las fallas de luz y de conectividad es cuesta arriba. La escuela está ubicada en un sector vulnerable del municipio San Diego, en Carabobo. Lucena dice que se trata de una población carente de muchos recursos y servicios.

Son 32 estudiantes de sexto grado y 30 de primer grado. De esos 62 niños, ha contactado a 40. “Hay nueve que no tienen celular y no se ha podido establecer contacto con 13”. Apenas 15 estudiantes se reportan a diario entre los dos grupos. El resto son intermitentes. Otros se reportan semana y media después.

Con emoción, Lucena dice que en Semana Santa aparecieron cinco estudiantes de quienes no sabía nada: “Una mamá me dijo que llegó a su casa una hermana con teléfono y ahora es cuando puede enviar las actividades. Otra me dijo que no tenía señal, y a otra también le prestaron un teléfono”.

Para que las mismas maestras hagan llegar el contenido a Lucena, es un reto. La maestra de sexto grado utiliza el celular de la mamá, pero no siempre el equipo tiene señal. Mientras que la maestra de primero lo hacía con el del papá. El celular se dañó y pasó una semana sin enviar las clases. Ahora cada semana le prestan un celular.

Ambas docentes comenzaron la semana pasada a citar a los padres y representantes en un lugar para recibir las tareas y poder evaluarlas.

A Lucena le exigen de la Zona Educativa que reporte a diario quién trabajó y quién no. Que mande fotos de los estudiantes con sus actividades. Ella no lo hace. No le parece justo. Y repite: “No todos tienen Internet, no todos tienen teléfono o pueden pagar un plan de datos. Es difícil, los papás están mortificados, aparte de la situación económica, no van a preferir recargar el teléfono que alimentar a sus hijos”. Ella no dejará a los estudiantes inasistentes.

Para Lucena lo que están pidiendo es una locura, pero su mayor preocupación es la exclusión escolar. El contenido no llega a todos, por más esfuerzo que haga. Se pregunta cómo va a finalizar el año escolar así. Rechaza que en la consulta sobre la continuación del año escolar los docentes no hayan participado.

Su tristeza y frustración aumentó cuando vio en su cuenta un bono de Semana Santa por 4750 bolívares. “Ni una recarga de teléfono para hacer el trabajo que piden”, pensó. Siente que al maestro no se le escucha. Durante la cuarentena, no se les ha preguntado cómo trabajan y viven. Su salario es de cuatro dólares al mes al cambio no oficial. Sobrevive porque sus hijos que están fuera del país le ayudan.

Hace unos días recibió un mensaje de texto con una recarga telefónica. “Le mandé esta recarga para su teléfono, ya sé cómo está la situación. Lo que le pagaron de bono no les alcanza ni para una chupeta”, le escribió la abuela de una de sus estudiantes.

Los mensajes de apoyo y los stickers motivadores están en los chats de Lucena. Cuando los papás la llaman preocupados porque no han podido enviar las tareas, ella suele calmarlos. “Usted me la envía cuando tenga Internet, señal y luz. Yo se las voy a recibir”, les dice.


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