Al borde de la vía Cúcuta-Pamplona emigrantes venezolanos emprenden un trayecto a pie de aproximadamente 13 días. Son 200 venezolanos en promedio quienes cada día inician este viaje sin documentación ni dinero. La carrera es por dejar atrás el hambre, la inflación, la miseria. Aunque no están preparados para el desafío físico, cruzan la frontera para huir de un país que se hace añicos
n taxista se orilla cuando ve a Keyla sola. Ella se le acerca: “¿Me pueden ayudar? No sé dónde estoy. ¿Hacia dónde es Medellín?”. Keyla luce confundida sobre cuál camino tomar. Para llegar a su destino le quedan por delante 580 kilómetros, unas 131 horas a pie.
Solo sabe que va a Medellín. Ignora que se encuentra en el municipio Los Patios del área metropolitana de Cúcuta: hace rato dejó atrás el Puente Internacional Simón Bolívar, a Venezuela, a La Victoria, a su hijo Sebastián de 4 años de edad, su vida de comerciante. En este momento es una emigrante e ignora el desafío físico que le espera.
En medio de la vía busca un cartel, algo que la lleve a Medellín, pero su mirada choca con lugares y nombres desconocidos: Chinácota, Pamplonita, Pamplona. ¿Y Medellín?
Llama desde un celular prestado a una amiga que la acogerá. Su voz entrecortada se pierde con el ronroneo de los carros y gandolas en la carretera. El cabello trenzado se le mueve con la brisa de los carros que pasan, mientras toda ella no para de temblar. Lleva puesta una camiseta, un bolso pequeño a cuestas, un suéter y una botella de Caroreña donde lleva agua.
“Caminé desde Valencia. Salí por ella, por mi hija de dos años. Voy a Bogotá”
Moisés Jesús Perdomo
20 años de edad.
Estado Carabobo, Valencia.
Va a Bogotá, Colombia.
Los primeros migrantes se despidieron de Venezuela desde un aeropuerto, lo último que vieron fue la ciudad desde lo alto hasta que las nubes –o el llanto– les nublaron la mirada. Los siguientes salieron de un terminal de buses con destino a Colombia, Ecuador, Perú, hacia el sur. Los últimos que se han ido, lo hacen a pie.
La primera semana de enero la Plataforma de Coordinación para Refugiados y Migrantes de Venezuela dio asistencia a más de 250 caminantes por día. En septiembre de 2018, el informe sobre el éxodo venezolano de Human Rights Watch registró que a diario 200 personas emprendían el trayecto a pie desde la frontera colombo-venezolana.
El taxista, aunque lleva pasajeros, se ofrece a llevar a Keyla hasta el refugio más cercano. Ella se sube, cierra la puerta y no aparta su mirada de la ventana. No se recuesta del asiento, inclina la cabeza para tener mejor vista hacia afuera. Con los ojos muy abiertos, le cuesta parpadear, no dejar de mirar la vía. Quizá piense en la ventaja que le sacó al tiempo, en la caminata que no sudó o en las horas que le esperan.
Keyla, de 27 años de edad, salió de Venezuela porque “vivir allá es imposible”. Dejó a su hijo con su hermana, dice que por el momento no podrá enviarle dinero, pero una vez estando en Medellín todo será mejor para ella y para él. Su amiga le ha dicho que allá sí se puede vivir.
¿Qué es vivir para ti, Keyla?
—Poder comer todos los días lo que yo quiera.
Después de 10 minutos de viaje, el carro se detiene en La Vereda Corozal del municipio Los Patios. Al abrir la puerta del carro de pronto ya Keyla no está sola en la vía. Se baja y se une a cientos de venezolanos que hacen fila para tomar sopa y reposar con los pies al aire.
También vienen caminando de la nada, “porque en Venezuela no hay nada”, se escucha. Buscan la vida posible. Lo primero que encuentran es un refugio improvisado por una veintena de colombianos de la comunidad de La Vereda.
“Salí para poder ayudar a mi familia, a mi hija. Me cansé de protestar, ahora matan a la gente en la protesta”
Franklin Jiménez
19 años de edad.
Caracas.
Va a Lima, Perú.
Desde diciembre sirven 260 platos cada lunes, miércoles y viernes. De ver tantos venezolanos pasar –con bolsos tricolores, la camiseta de la Vinotinto o la bandera de Venezuela en el equipaje– Ana María Suárez cuenta que se organizaron para ofrecerles un almuerzo, también chocolate y galletas.
El terreno es un espacio al aire libre con divisiones que servían de potrero. Todavía hay paja y sacos con comida para caballos. Los emigrantes se sientan ahí dentro a tomar la sopa. Soplan y soplan el plato, se quitan los zapatos y estiran los dedos de los pies que permanecen pegaditos. Todavía no hay calambres, dolor que lamentar, apenas han caminado hora y media desde que salieron del Puente Internacional Simón Bolívar. En carro, serían 15 minutos.
En uno de los potreros está un grupo de siete hombres, no todos se conocen, pero se harán compañía hasta Ecuador. Sobran kilómetros para conocerse, unas 328 horas a pie. Freddy, de 32 años de edad, rompe el hielo. Dice que dejaron Venezuela porque a pesar de ser hijos de padres ricos, no les alcanza la plata. Todos ríen.
—Sí, estamos cansados, pero más de Maduro. Ya nos quitó todo. Qué más podemos perder. ¿Los pies?
Freddy en realidad no es hijo de rico. Vivía en Trujillo y se dedicaba al comercio. Esta es su tercera vez como caminante. La primera fue cuando emigró solo, la segunda regresó a buscar a su hija y esta, cree que será la última, para guiar a unos amigos. “Fui y vine con estas mismas chancletas. Ya no aguantan otra rodada”.
La agudización de la debacle económica va tan rápido como la salida de los venezolanos en búsqueda de refugio y oportunidades. Keyla y Freddy, así como otros 3,4 millones de venezolanos, forman parte del éxodo más grande en la historia reciente de América Latina, reconocido por la Organización de las Naciones Unidas.
“Para ayudar a mis hijos que tienen tantas necesidades, tengo a mi esposa embarazada, tengo otro hijo de dos años y uno de 18 años en Perú. A cada rato se comunican conmigo llorando. Me dicen ‘papi, cuándo vienes’, pero hay que luchar”
Wilder Ramírez
32 años de edad.
Valera, Trujillo. Va a Tunja, Colombia
En cuatro años la emergencia humanitaria compleja ha quebrantado todos los costados: salud, alimentación, educación, colapso de los servicios básicos.
El gobierno de Maduro, que heredó de Hugo Chávez, es un gran número rojo que no para de inflarse. La Encuesta de Condiciones de Vida muestra que 48 % de los hogares son pobres, según las condiciones de la vivienda, el funcionamiento de los servicios básicos, el acceso a la educación, empleo y protección social. Mientras que 94 % no tiene ingresos suficientes para cubrir los costos de la vida.
Un camión de una empresa de decoraciones se estaciona frente al refugio y de allí se bajan cerca de 15 venezolanos. Entre ellos está Irlen Zárate, de 32 años de edad. Viene de Carabobo y va para Cali.
Dice estar cansada. Mientras camina, todo fluye, pero cuando se detiene, ahí sí siente el dolor en las piernas. Salió de Valencia con ocho personas. A Irlen le sobraban las razones, no podía hacerlo por avión ni por bus por falta de dinero. Se cansó de comer lentejas y arroz, ver a su mamá solo comer eso.
—Así uno trabaje, igualito el dinero no alcanza para nada. El sueldo era mínimo y la comida cada vez aumentaba más. Si uno comía una o dos veces, ya era mucho.
El tiempo en Venezuela es un reloj en que cada minuto pareciera hacer añicos un pedacito de país, de sueños, de posibilidades, de oportunidades. Muchos huyen antes de quedar atrapados en la vorágine.
“Voy a trabajar en una finca, cultivando papas”
José Luis Ramírez 33 años de edad. Valera, Trujillo.
Va a Tunja, Colombia.
Caminar ya no es para ellos drenar el estrés y el cansancio de un país, caminar, ahora, es huir a pie, el tiempo que sea necesario. El informe de septiembre de 2018 de la ONG Human Rights Watch citó un registro de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas, donde asegura que pocos tienen los recursos para cubrir los trayectos, para comer u hospedarse en hoteles. También determinó que, en promedio, los venezolanos caminan 16 horas por día durante 13 jornadas, un desafío físico para el que pocos están preparados.
Una manera de visualizarlo mejor es pensar, por ejemplo, en un novato que quiera correr un maratón de 42 kilómetros. Para ello requerirá un entrenamiento mínimo de 12 semanas: combinar carreras de 5 kilómetros, 10 kilómetros y medio maratón, trotes, rutinas de abdominales y estiramientos, con diferentes intensidades.
Muchos de los emigrantes tampoco tienen la documentación legal requerida o no pueden pagar el costo del pasaje de autobús. Un boleto hasta Bucaramanga podría costar aproximadamente 17 dólares, mientras que al Puente Internacional de Rumichaca, frontera entre Colombia y Ecuador, 50 dólares o más. En Venezuela el salario mínimo son 18.000 bolívares, unos 5 dólares. Dinero que pierde cada mes la batalla contra una inflación anual de siete dígitos.
—Aquí vamos, ya negritos por el sol. Esperando que nos rinda el tiempo —dice Freddy, mientras se limpia la boca y se tercia el morral.
“Voy caminando pensando en volver a Venezuela”
José Suárez 33 años. Trujillo.
Salen del comedor, tal cual un domingo a las 3:00 p. m. después de tomar un plato de sopa en un pueblo de los llanos venezolanos. El sol les cierra los párpados. Keyla aprovecha para no estar sola y se une al grupo, aunque en algún momento tendrá que separarse.
Por el borde de la vía nacional Cúcuta-Pamplona comienzan a avanzar, mientras dejan atrás el sol. Ahora la noche se los tragará y el frío les helará hasta los huesos.
Marcha al descanso
La tarde cae sobre pendientes y curvas angostas que parecieran enrollarse en su propio eje: la Cúcuta-Pamplona se recorre a pie en 17 horas con 8 minutos. Es el tiempo que han medido los emigrantes venezolanos hasta llegar a Pamplona, un municipio colombiano donde pasan la noche antes de continuar el trayecto.
En este primer tramo ponen a prueba zapatos, medias, chancletas, sandalias, mente y cuerpo. Se preparan para cruzar la Cordillera de los Andes, la cadena montañosa más larga de la tierra.
El borde de la vía, en ocasiones, apenas deja espacio para ir de dos en dos. No hay hombrillo ni para que un carro se orille. “Mosca”, se dicen cuando viene cerca una gandola o un camión, o cuando hay una posible cola.
A la vía Pamplona la cruza el río Pamplonita. Su caudal se junta con el río Táchira, desemboca en el río Zulia y va a parar en el lago de Maracaibo. El rumor de sus aguas que van hacia Venezuela acompaña durante el trayecto a los venezolanos que huyen de su patria rumbo a Colombia u otro país del sur. Solo en América Latina hay 2,7 millones de migrantes y refugiados venezolanos. A Colombia han llegado más de un millón, a Perú 506.000 y a Ecuador 221.000. Son los datos de Acnur.
“En Venezuela ya no queda nadie”
Wilson Ramírez
31 años de edad.
Caracas.
Va a Tunja, Colombia.
En la DonJuana, en el kilómetro 27, unos niños venezolanos aprovechan para bañarse. Hacen alarde de sus saltos. El agua no está fría, pero la brisa, sí. Mientras están dentro del río juntan los brazos y se hacen pinza en la nariz con los dedos antes de zambullirse.
Uno de ellos es Camila, tiene 12 años de edad, aunque está emocionada porque va a Cali a la casa de su abuelo, en el camino no para decirle a su mamá que le duelen los pies.
—Me quito los zapatos para decirle que me duelen los pies. Esto no me gusta porque arden los dedos.
Los caminantes van cabizbajos. Mientras suben una altura promedio de 2342 metros sobre el nivel del mar para llegar a Pamplona, cargan sobre el cuello maletas y morrales. Otros llevan agua y bolsas con pan. En el camino reciben asistencia de colombianos, ONG y organizaciones internacionales.
El paso de los caminantes es una danza que, con el transcurrir de las horas, termina en aires de marcha fúnebre. Después de las 5:00 p. m. ya empiezan a cubrirse del frío que también quema.
—Mira, van una, dos, tres franelas, más la camisa. Hace frío. Nadie está preparado en esta vida para vivir esto —dice Rubén Zapata.
Rubén viene de Barinas. Tiene 23 años. Va a Bucaramanga. Todavía le quedan por delante unas 30 horas. Aunque permanece parado, ya no puede casi apoyarse con la planta del pie. A ratos dobla los tobillos para mantenerse estable.
Todos saben cuando han llegado a Pamplona porque los recibe un tanque donde pueden lavarse los pies. También dos casas donde les permiten pasar la noche.
“Comía tres días a la semana, los demás vivía de las marañas porque no alcanza para alimentarse los siete días”
José Ramírez
34 años de edad.
Trujillo.
Va a Tunja, Colombia.
Desde hace más de un año, la casa de doña Marta Duque, después de las 8:00 p. m., se convierte en un refugio para caminantes. A esa hora doña Marta y otras siete personas más —cinco son venezolanos— comienzan a reemplazar muebles por colchonetas, la sala ahora es una habitación. El piso es una sola cama, las almohadas en hilera marcan cada espacio. Las sábanas, al ser tendidas, parecieran arropar el lugar.
Unas 20 mujeres con niños se acuestan. No se conocen o quizá se vieron en el camino. Sus cuerpos coinciden en el descanso, la noche de un sueño compartido.
“Se van a ir ubicando en la colchoneta una a una. Bien pegaditas para que quepan todas. Las sábanas rojas me las entregan mañana”, se escucha. Unas quedan dispuestas en forma vertical, otras duermen en posición horizontal.
Los niños parecieran pertenecerles a todas. Ellas tratan de hacer espacio para que los cuerpos de los bebés no queden atrapados y puedan apoyar la cara en el pecho de sus madres. Si una mamá se levanta al baño, quien está a su lado arrulla el sueño del niño.
Antes de que se duerman, les avisan que hay mentol para el dolor en los pies y piernas.
En esa sala han dormido médicos, profesores, funcionarios de la guardia, de la policía. En una noche doña Marta puede refugiar a 40 mujeres con niños. “Ellas son mi gente también, viví en Venezuela, aunque retorné hace 27 años. En ese tiempo en Caracas tuve a mis dos hijos también. Esta sala es mejor que nada, mejor que un niño duerma en la calle, en la lluvia, sin abrigo, con esta temperatura que baja a 8 grados”, dice.
“Eso está pa’ loco en Venezuela. Quién sabe cuánto aguante más la gente”
Miguel Soteldo
28 años de edad.
Portuguesa.
Va a Bucaramanga, Colombia.
“La necesidad era demasiada en mi país. No hay trabajo en Venezuela. Me fui por el bienestar de mis hijos, esto es un sacrificio”
Eduardo Morales
44 años de edad.
Barquisimeto, Lara.
Va a Bucaramanga, Colombia.
Afuera de su casa también duermen hombres y mujeres que no consiguieron espacio en los refugios. A ellos les dan bolsas térmicas, abrigos para el frío en la madrugada. “Los esperaba en la puerta de mi casa y les daba algo de bebida. Recuerdo que empezaron a llegar grupos pequeños y después eso vino en aumento, así como crece el río”, cuenta doña Marta.
Al lado de su casa hay otro refugio. Es el de Douglas Cabeza, quien, desde hace siete meses, abrió espacio en un galpón para los hombres. Puede albergar a 120 personas cada día. En su celular atesora 2500 fotografías de los caminantes que han estado allí y cientos de contactos de familiares de los venezolanos.
De regreso a Cúcuta, pasadas las 11:00 p. m. todavía hay rastros en la vía de los caminantes que no alcanzaron a llegar a un refugio. Están tirados al borde del asfalto. Duermen en el kilómetro 30. No se mueven, reposan bajo el rumor del río y el ronroneo de las gandolas y el movimiento de tierra que producen al pasar.
Alta está la luna. Ellos permanecen pegados al suelo. Duermen y los alumbra, un rato la luna, otro los faroles de la vía. Una noche los abraza fuera de sus casas, comparten la cama que es una tierra que ya arropó a otros la noche anterior.
“Dame alegría para saludar el día, dame paz para recibir la noche”, es la plegaria del caminante
Madres migrantes
Cinco madres migrantes huyen de Venezuela por sus hijos. Yenmy, Elayne, Carmen, Yamileth y Beatriz, coincidieron la noche del 13 de febrero en la casa refugio de doña Marta Duque en Pamplona. Aunque tomarán vías diferentes al amanecer, las cinco caminarán cientos de kilómetros por conseguir, fuera de su patria, una mejor vida para sus hijos. Aquí sus voces
Desarrollo editorial: Luisa Maracara, Marielba Núñez Concepto: Carmen Victoria Inojosa Redacción de textos: Carmen Victoria Inojosa Edición de textos: Natasha Rangel, Lorena Gil Fotos: Luis Morillo Edición de videos: Gleybert Asencio Infografías: Milfri Pérez Diseño: Lesslie Cavadías