Ir a la frontera puede ser muy estresante, sobre todo para quien no está acostumbrado. Madrugar es una de las premisas más importantes que deben tener en cuenta quienes desean llegar “a buena hora”. Cruzar la frontera es presenciar un velo de hipocresía, pues es más rentable una frontera cerrada que abierta.

San Cristóbal. Suena la alarma a las 6:00 de la mañana. Aunque hace frío y aunque la cama expone mil razones para no levantarse, no hay de otra. Se sufre mucho cuando de ir a la frontera del Táchira con Colombia se trata. Unos sorbos de café después de una ducha fría bastan para tomar un pequeño morral y la chaqueta, ya que si bien Cúcuta es calurosa, el camino hacia la ciudad colombiana no lo es tanto.

El motorizado espera desde las seis en punto. Media hora después se encuentra con su impuntual pasajera, quien le borra el mal genio del rostro con un vaso de café. Al emprender la vía hacia la frontera, se ven los migrantes a un lado de la carretera, vendedores de verduras y otros tantos rogando por una cola.

Aunque el sueño aún revolotea, el reencuentro con esa ciudad congestionada emociona como a niña consentida. Y es que desde marzo no se pisaban las tierras norsantandereanas, debido a la pandemia de la COVID-19.

Si bien la vía está relativamente despejada, Pedro, el motorizado, no deja de mirar el camino, pues precisamente cuando más solo está el camino “es cuando más locos aparecen”.

55 minutos son suficientes para llegar a San Antonio. Un ambiente de clandestinidad se huele por encima de la basura que dejan en la avenida Venezuela. La misma que se encuentra con una cerca de metal que impide el paso al puente Simón Bolívar.

“Trocha, trocha”, dicen los famélicos muchachos que se dedican a llevar a viajeros novatos por los caminos verdes. Con sus pieles curtidas por el sol, saben que no se pueden equivocar con algún viajero, pues de hacerlo, podrían pagar hasta con su vida el querer aprovecharse de cualquiera que pida sus servicios. 

Teléfonos en silencio y guardados en los bolsos es una ley que, si bien nadie dice, es implícita, ya que todo lo que se imagine pasa por esos caminos al margen de la ley

Un solo objetivo

Unos detrás de otros van caminando. El deseo común de pisar el suelo cucuteño es en lo único que se piensa. Son las 7:30 de la mañana y aún el sol no calienta. El silencio de la trocha es interrumpido por la carrera que cuatro baquianos emprenden hacia unos metros más adelante. “Ahí está, ahí lo dejaron”, dicen con preocupación, mientras atraviesan el camino que es cerrado por uno de los custodios de la trocha.

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Para quienes hacen vida en la frontera, es más rentable un paso cerrado que abierto. Foto: Cortesía

“Sigan por Los Mangos”, dice el hombre con algo de mal genio, pero nadie, por muy valiente que sea, cuestiona la orden. Esto añade media hora más de camino a pie, pues de no haber cerrado la trocha conocida como La Platanera, en cuestión de diez minutos ya se estaría en La Parada. 

Nadie habla de lo ocurrido, pero todos saben que lo que dejaron fue un muerto. Esas trochas son el lugar idóneo para que grupos armados se deshagan de personas que son sus objetivos. Problemas por drogas, territorio, ajustes de cuentas o enfrentamientos entre bandas arrojan casi a diario hechos que lamentar en ese lugar.

En el camino se ve de todo. Cilindros de gas doméstico van y vienen. De todos los tamaños, llenos y vacíos, pero venezolanos, sin duda alguna. Comida en fardos desde Colombia se ingresa a través de estos caminos, y los trocheros son los que los llevan a cuestas. Sus espaldas y frentes llevan la marca de los kilos que a diario transportan y que con los años pasarán factura. 

Hacia Colombia llevan productos en anime, como bandejas, envases para alimentos, entre otras cosas. El camino es muy agotador, cuando se trata de pasar algo.

Justo antes de llegar al río, se hace una cola. Allí es donde pagan por el derecho de pasar. Mil pesos si no llevas nada y hasta 20.000 si vas cargado. La tarifa la pone quien cobra. Nadie pasa sin pagar. 

Quienes hacen la cola fijan su mirada en el piso. Un camino arenoso con fincas a los lados. En un extremo los que van, en el otro, hombres armados pendientes de quienes pasan por allí. Precisamente, la vista en el piso es para evitar que algún sujeto se moleste por un cruce indebido de miradas. De todas formas, por si acaso, recuerdan que no deben estar mirándolos. 

Tras pasar el río, hombres de verde están con fusiles custodiando. Son policías colombianos y militares del vecino país. Allí, solo en ese momento, es que comprendes que hay un velo de hipocresía en lo que se dice en la televisión y llegas a la conclusión de que es más rentable una frontera cerrada que una abierta.

Cuando escuchas decir a lo lejos “centro, Alejandría, Ventura, Éxito”, sabes que los 45 minutos de camino valieron la pena. Se va el cansancio y procuras ajustar el tapabocas, porque el coronavirus está haciendo estragos en esa población. 

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Todo lo que se pueda imaginar pasa al margen de la ley por las trochas. Foto: Cortesía

Con los 1800 pesos que vale el pasaje, tomas el bus que te reencontrará con esa ciudad congestionada, pegajosa y amada que se llama Cúcuta. Menos gente en las calles y muchos policías evidencian que el virus es el que marca la pauta. Mientras menos tiempo se permanezca allí, mejor.


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