La película venezolana dirigida por Nico Manzano muestra el viaje del artista, una incertidumbre acrecentada en un lugar de desolación

Caracas. No hay nada más incierto que el camino del músico. Cuando un joven decide en casa que hará de su vida un vaivén entre ritmos, melodías y armonías, la familia enciende las alarmas ante una decisión que desdibuja el norte que aparenta la educación más convencional, especialmente en países como Venezuela.

Andrés (Jesús Nunes) es el protagonista de Yo y las bestias, el primer largometraje de Nico Manzano, quien dirige y escribe una historia sobre un músico integrante de una banda llamada Los Pijamistas.

Durante un ensayo, el joven decide salirse de la agrupación cuando se entera de que sus compañeros aceptaron tocar en el Suena Caracas, el mentado festival que el chavismo enarboló hace casi una década.

Entonces, el cineasta toma un hecho cultural de la historia reciente del país para reunir en un personaje las diversas vicisitudes de una vida en tormenta, un personaje que hace catarsis exclusivamente a través de la canción.

Yo y las bestias
Hay una influencia de realismo mágico en la historia de Nico Manzano

Andrés decide comenzar como solista. Con su guitarra y computadora se encierra para abrirse paso después de la separación; más incertidumbre para la tensión de su existencia como músico.

No solo tendrá que emprender una nueva narrativa para romper con el pasado, sino que también será testigo de cómo posibles aliados emigran, y verá cada vez más la tragedia que se afianza en el país.

Uno de los aciertos de Yo y las bestias es que, a diferencia de las películas venezolanas que muchos mantienen en la memoria, esas calamidades no son subrayadas de la manera explícita convencional. No hay esquina ni arrabal, sino tan solo el relato de quienes padecen desde otra perspectiva en una realidad tan real como otras y no por eso menos importante. Al final, la música que se toca suena en el mismo barco.

Los personajes de la obra asumen su “sifrinidad”, reconocen su abolengo y no lo menosprecian.  Afortunadamente, no hay un sentimiento de culpa. Pero más allá de lo que rodea a Andrés, el conflicto del personaje está en el apego a sus principios y las consecuencias de tomar decisiones en función de las convicciones. Ese es el punto de partida del largometraje que está en la cartelera venezolana desde el 27 de abril de 2023.

Yo y las bestias
Las salinas de Las Cumaraguas fue uno de los escenarios de la película Yo y las bestias

Antes de su llegada al país, Yo y las bestias ganó cinco premios en la reciente edición del Festival del Cine Venezolano. En 2021 participó en la Competencia Latinoamericana del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, y también estuvo en el Festival de Cine de Tallin en Estonia, ambos certámenes clase A de la Federación Internacional de Asociaciones de Productores Cinematográficos.

Un recorrido que ha reconocido esos conflictos creativos del protagonista. Una obra que desarrolla así una propuesta en la que la musa es acompañada por dos seres vestidos de amarillo; extrañas y misteriosas criaturas que reafirman al personaje.

Momentos oníricos que sirven para acentuar en pantalla la propuesta estética del realizador, su discurso con los colores, las luces como emblema de sentimientos, así como la influencia de las artes plásticas venezolanas, incluido un elegante guiño al Macuto de Reverón.

Jesús Nunes es una elección por la que hay que elogiar a los responsables del casting. Le da a la trama una caraqueñidad muy bien estructurada, a la que se suman ligeros detalles, expresados desde sus formas de interacción hasta su fauna urbana. Esa localidad que rodea sus pesares, la convierte inevitablemente en universal.

Yo y las bestias es una obra con poca nocturnidad, los colores en los que se desarrolla se combinan con el día, y la noche es precisa, casi quirúrgica. Una dirección de fotografía que estuvo a cargo de Nico Manzano. 

Es una película honesta porque se sitúa en el contexto y bagaje de su autor, en su contexto sociopolítico, y en la música como caja de resonancia, refugio y registro de un valor desde el sentimiento más genuino. Andrés y sus pocas palabras en la cotidianidad de Yo y las bestias, aferrado a un anhelo en el amparo de sus criaturas.

Un mundo que se desmorona, pero sin alarmas que resuenen. No es necesario, porque el espectador sabe cómo descifrar lo que acontece en el protagonista. Cada uno lleva su canción eterna.

El largometraje también celebra esos pequeños encuentros, esos tenues gestos que reconfortan los vínculos entre aquellos quienes, a pesar de la ruptura, dan chance a otros caminos. Ya en su final puede sentirse una desolación por la perenne incertidumbre, pero también regocija por la lealtad del individuo hacia sí mismo, la conjugación idónea de convicciones y pasiones.

Yo y las bestias se une así a esas películas venezolanas que desde hace mucho están distantes de lo que se asocia con cine nacional, pero también vira hacia una búsqueda que desde temprano sitúa al autor en una manera discursiva, en un estilo que desde la ópera prima lo define con vehemencia, y que seguramente afianzará formas y atrevimientos en él y otros con sus bestias.

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