A partir de las 9:00 a. m. se instalan a lo largo y ancho de la avenida Victoria de Caracas. Son amas de casa, jubilados, parejas jóvenes y desempleados que decidieron olvidarse del “qué dirán” y sacaron a la venta las cosas que no usan. Vasos, platos, zapatos, juguetes, vestidos y sacos. Todo lo que aún esté en buen estado lo desempolvan de los armarios y lo comercian a costos asequibles.

Caracas. Las esquinas y anchas aceras de la avenida Victoria de Caracas solían ser espacios para las tardes de conversa y cafés entre vecinos. Una estampa que ha cambiado. Pasear hoy en día por allí es encontrarse con las santamarías de los comercios cerrados. En su lugar, los transeúntes se topan con los vendedores informales de ropa y peroles usados, un escenario que dibuja la crisis provocada por la hiperinflación que vive el país desde hace 14 meses.

Es un panorama desolador lo que se observa en esta céntrica avenida que conecta el centro con el suroeste y sureste de la capital.

De punta a punta saltan a la vista los ánimos caídos. Las personas que se sientan en los recodos de los locales se ven distraídas, con las barbillas apoyadas en las manos. Y más si se trata de uno de los vecinos que sacó un tarantín de su casa y se puso a vender las cosas que ya no necesita como una forma de “rebusque”.

En ambos lados de las aceras se les puede ver, con una mesa y un paraguas exhibiendo ropa, calzados, juguetes, películas y enseres de cocina.

Maricarmen Seoane, europea de nacimiento, a sus 73 años se vio en la necesidad de salir y ser comerciante en plena vía pública.

Sus hijos se fueron del país y ella quedó sola, con la casa llena de recuerdos.

Afligida y llena de recuerdos, Maricarmen salió a luchar por su sustento.

Mis hijos no podían llevarse tantas cosas en una maleta y me dijeron que hiciera con la ropa lo que quisiera. Hace poco, será unas dos semanas, y viendo que no me alcanzaba la pensión, me dije que debía hacer algo.

Reunió vestidos, chaquetas, camisas y pantalones y los acomodó en ganchos. También revisó sus gavetas y encontró vasijas, platos y tazas que compró en su buena época y nunca usó.

Todo eso lo metió en bolsas y bajó a la avenida. Se puso al frente del local de una amiga. Ella me permitió estar aquí porque sabe la situación por la que atravieso. Saqué las cosas que no necesito, porque no tengo con qué vivir. A mi edad, en estos momentos no tengo para comer. Ahora me estoy ayudando de esta forma.

Maricarmen se casó en Venezuela, enviudó hace tres años. Aquí, dijo, educó a sus hijos y los guió por buen camino. Pero ya ellos estaban viendo que no podían superarse y decidieron irse del país con mis nietos. Y no porque estén en Europa o en Estados Unidos todo cambia para mí, se están acomodando aún. Mientras tanto aquí sobrevivo. Tuve altas y bajas en mí vida, pero no pasé hambre y nunca vi esta zona así tan apagada. Una avenida cultural que hoy da tristeza verla en su soledad.

Hablaba afligida pero con ganas de desahogarse. En tan pocos minutos de conversación dejó pasar parte de su vida, mientras algunos transeúntes se acercaban para preguntar por la ropa.

“Esa cuesta 4000, esa otra 2000”, les decía, al tiempo que repetía “no tengo punto, tiene que ser en efectivo”.

La gente se acerca con mucho interés, a pesar de ser ropa de segunda mano.

Tampoco acepta transferencias porque no domina la tecnología. A veces les dice a los clientes potenciales que aparten con algo y que regresen con el dinero. “La gente que llega también se ve necesitada y uno no puede poner los precios muy caros”.

En su tarantín tenía un rayo para el queso y a los lados colocaba con sumo cuidado vasijas de vidrio muy bien conservadas.

Puede pasar todo un día esperando a que caiga un dinero, y con eso compra huevos, harina o café.

Solidaridad vs. crisis

Para el residente de la zona no es una molestia que los vecinos ocupen las aceras con artículos usados. Tampoco lo es para los pocos comerciantes que se mantienen activos.

De hecho, algunos que no se atreven a salir de este modo, me piden que si les puedo colocar en exhibición unos zapatos. Y yo lo hago. Tengo por ejemplo esos tacones rojos que están nuevos, dijo Ronicke Rojas, un joven emprendedor a quien no le resultó el negocio que regentó en el centro comercial de El Valle. “La necesidad tiene cara de perro, por eso me vi en esta situación”.

Junto con su esposa, Ronicke decidió salir de cosas que tenía guardadas y en buen estado. Se instaló en el área común de su edificio. Ahí no molesta el paso peatonal ni vehicular. Tampoco entorpece el ingreso al café cercano.

De emprender un negocio que no resultó está rebuscándose con la venta de ropa usada. Incluso sacó algunas ropas de su armario que aún conservaban las etiquetas.

Comenzó el 1° de diciembre y sí le vio un poco el queso a la tostada. No pensábamos tener cena de Navidad y con lo que hicimos pudimos comer pernil y pan de jamón. Tener presente esa realidad nos reconfortó. No estábamos acostumbrados a esto, al principio es un schock, pero bueno uno se adapta porque no queremos irnos del país, dijo Rojas muy convencido.

En la misma situación está Yadira Pernía. Está justo al frente de Ronicke, cruzando la avenida, y también ofrece películas, ropa de segunda mano, jabones y otros productos que a veces la gente le da para vender.

Trabajar con el mismo horario de una oficina.

Trabajaba en una clínica privada. Y tras los continuos ajustes quedé desempleada. No me podía quedar así, tengo una hija y una nieta que ayudo. Gano una tontería, pero es una entrada para por lo menos aguantar el día.

Su sonrisa aún resiste a su tragedia. Amable y conocida en la cuadra, pues mientras arreglaba su mesa más de uno pasó, la saludó y hasta suerte le deseó.

Yadira no se derrumba a pesar de la crisis. Sale todos los días con optimismo.

El punto donde se colocó no ha sido un problema para ella. Habló con el dueño del local y como es habitante de esa cuadra este le permitió estar ahí.

Al igual que los anteriores testimonios se coloca a partir de las 9:00 a. m. y tiene su tarantín hasta las 4 o 5:00 p. m. “Luego la avenida se queda muy sola y es un peligro para todos”.

Los vecinos ven desde sus ventanas a sus amigos cercanos y también se imaginan sacando sus peroles para la calle.

De hecho, a Elizabeth Rotger dos vecinas le comentaron que también le echarían pichón muy pronto.

Muchos aquí necesitamos rebuscarnos, mientras esto no cambie, a nadie le duran los ingresos formales. Yo nunca había vendido en la calle. Mi trabajo era propio, pero no a la intemperie. La crisis país me llevó a esto. Un día de venta es un bingo para mí, contó mientras una señora le preguntaba por un vestido.

Elizabeth tiene zapatos, adornos, luces de Navidad y bisutería. De lo primero que salió, algo muy valioso para ella, fue de unos adornos de bronce que recuerda ahora con nostalgia.

Para Elizabeth hacer una venta es el bingo del día.

Sus amigos la ven y le sonríen con mucha solidaridad. Eso le da empuje pues se visualiza a principios de año haciendo lo mismo. Y vendrá más gente a hacer lo mismo. Fíjate, yo compré mi Niño Jesús en una venta similar a la mía. Todos estamos viviendo la misma crisis.

Elizabeth, Maricarmen, Yadira y Ronicke no están solos en esta nueva etapa de sus vidas. Son de generaciones diferentes que actualmente viven de la venta de objetos usados y que ahora le cambian el rosto a una avenida con arquitectura moderna, cuna del inmigrante y donde, en una sola cuadra, era fácil escuchar sin diatriba los acentos italiano, portugués y español, comer dulces, platos a la carta, encontrar librerías, confiterías y locales chinos. En fin, un mundo comercial amplio que se ve reducido a la informalidad.

En esta avenida poco a poco cae el comercio impulsado por la comunidad de inmigrantes.

Fotos: Gleybert Asencio


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