El largometraje de Lorenzo Vigas lleva a una reflexión sobre los vacíos en contextos de incertidumbre y adversidad.

Caracas. Finalmente se estrenó en Venezuela La caja, el segundo largometraje de ficción de Lorenzo Vigas.

Trata sobre Hatzín (Hatzín Navarrete), un adolescente que recibe una caja con lo que se supone son los restos de su padre. Incrédulo, comienza una búsqueda, un viaje de un presunto retorno que nunca se concreta. Una llamada a la abuela sin rostro con la promesa de que está bien.

En ese ínterin conoce a Mario (Hernán Mendoza), un hombre en sus cincuenta que se encarga de reclutar a personas para las maquilas de la frontera entre México y Estados Unidos. Ahí, en ese lugar que parece no tener arraigo se desarrolla La caja, que llegó a la cartelera nacional un año después de haber sido elegida para representar a Venezuela en la carrera por el Oscar, una decisión polémica por la discusión que generó sobre lo que debe considerarse una película venezolana.

LA CAJA
La caja se proyectó en Venecia, donde Lorenzo Vigas ganó el León de Oro en 2015

Hatzín le dice a Mario que es su papá. El hombre mayor lo rechaza, pero paulatinamente ambos se convierten en una dupla que se engrana a conveniencia en principio. El joven termina siendo una especie de asistente en el reclutamiento.

Padre ausente

Con un guion escrito por el cineasta junto con Paula Markovitch y Laura Santullo, La caja se inscribe en la trilogía del autor sobre los vínculos con el padre, la búsqueda constante de esa figura, la ausencia que marca una vida. Sin dudas, una alusión directa a un flagelo de fácil sintonía en la región latinoamericana. Esta vez lo lleva a otros contextos.

A simple vista La caja es una película sobre la inmensidad del mundo de las fronteras, esas variantes tortuosas de quien desea una vida mejor, esos que no cruzan la línea, pero se instalan en una dinámica económica producto de ese intercambio.

La caja
En octubre fue el estreno de la película venezolana en las carteleras del país

Pero el largometraje de Lorenzo Vigas sobrevuela en esos pesares bajo la mirada de un joven que pareciera no tener alma, desgarrado deambula por pasajes solitarios. Hay gente, pero tan solo son autómatas que buscan la supervivencia en un norte cercano que luce imposible.

Joven y adulto forman una alianza, se descubren y son cómplices. Así Hatzín descubre la fiereza de la vida, aparentemente sin remordimientos. Sin embargo, algo queda todavía. Más todavía cuando descubre lo que lo une más a su propósito.

Introspectiva y desafiante

La caja se vale de una fotografía a cargo de Sergio Armstrong, quien ha trabajado con Pablo Larraín en obras como No y El Club. Sabe cómo leer el lugar en el que se encuentra para presentar, en este caso, la desolación geográfica e interna de cada uno de los elementos en pantalla.

La película es introspectiva y desafía al espectador al enfrentarlo a una relación compleja y bizarra. No busca decidir en asuntos morales, tan solo subrayar el flagelo entre personas que perdieron todo rumbo y se enfocan en continuar el camino a la nada.


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