En el estado Mérida el presente y el futuro se cocinan a leña en un fogón derruido

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El problema de la electricidad no ha cesado, desde el 7 de marzo cuando ocurrió el primer apagón nacional, sigue siendo un gran azote y tortura psicológica para los que vivimos en Mérida. A los productores agropecuarios los obligan a hacer colas para solicitar permisos, especie de salvoconductos, para abastecerse de gasolina y poder transportar sus productos.

Mérida. Si me tocara escribir un capítulo del libro de nuestras ruinas, tendría que ubicarme en una grieta que comenzó a hacerse abismo en 2014. En las primeras semanas de febrero de ese año intentaron violar a una estudiante dentro del campus universitario en San Cristóbal, afortunadamente, un grupo de estudiantes logró salvarla del ultraje. La reacción inmediata se tradujo en protestas contra el Gobierno por la inseguridad burlona y reinante. La respuesta de los gobernantes: represión. No fueron por el violador, sino por quienes protestaron. Allí se inició la chispa.

De pronto el estado Táchira era un hervidero de protestas, la chispa de esa larga mecha llegó a Mérida, nuestras calles empezaron a llenarse de jóvenes que con el grito y el dedo rabioso apuntaban al gobierno opresor. Gradualmente, calles y urbanizaciones se convirtieron en fuertes, barricadas y trincheras; la violencia se desbordó y el humo de los gases lacrimógenos y el sonido del armamento oficial (el permitido para controlar manifestaciones y el prohibido también) comenzaron a ser parte del escenario cotidiano. A partir del 12 de febrero se suman las protestas en Caracas, con números de bajas fatales.

El polvorín de manifestaciones se riega en el resto del mapa. El Gobierno responde con saña, con balas, con fuego y con muerte. Nos empezó a descontar los muchachos. Muchos se fueron del país, a algunos los dejó tuertos, ciegos, otros quedaron lisiados, hay testimonios de jóvenes violados dentro de los recintos carcelarios, y, desgraciadamente, las fuerzas policiales, militares y colaterales también dispararon a matar.

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En la avenida Urdaneta la cola para abastecerse de gasolina es solo para motorizados. Foto: Cortesía Luis Vera Mendoza.

Hago este breve recuento sin ánimo periodístico, porque ese no es mi trabajo, solo trato de retomar el hilo de nuestro descenso al Averno. Escribo como testigo, como miembro de un trágico coro griego que canta cómo ese descenso infernal que el país está padeciendo en este pandémico año de 2020 en Táchira y Mérida empezó, ciertamente, en 2014. Para nuestra calamidad, estuvimos a la vanguardia en cuanto a la escasez monetaria, alimentaria, empezamos pronto a sufrir por la ausencia de medicamentos y productos higiénicos básicos; desde hace años padecemos los inclementes cortes eléctricos, también la mengua de gas de servicio doméstico y el actual y más cruento martirio nacional: la falta de gasolina. Ese largo viacrucis ya llevamos tiempo padeciéndolo; aunque, sin duda, este año se acrecentó y se extendió por todo el país.

Durante los años más rudos de la escasez había dos formas de enfrentarla: amanecer en las largas filas en las afueras de tiendas y supermercados a la espera de poder comprar insumos con precios subsidiados (también esperar la caja de alimentos Clap), o comprar en el mercado negro productos traídos desde Colombia; mientras tanto, en el Táchira el peso colombiano se oficializaba como la moneda fuerte para poder adquirir cualquier producto o servicio.

En más de una ocasión hice viajes hacia Cúcuta, sobre todo en búsqueda de gatarina porque esta desapareció de los anaqueles, también iba en búsqueda de productos higiénicos porque el Gobierno, que en discurso protege a las mujeres, nos dejó hasta sin tampones ni buenas toallas sanitarias; mucho menos desodorante, jabón de tocador, y champú, porque ¿para qué oler bien si la idea es bestializarnos? Pero, claro, no podemos culparlos a ellos sino a Procter and Gamble porque vade retro, Satanás. El capitalismo, usted sabe.

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La gatarina se conseguía era en Colombia. Foto: Carolina Lozada.

En 2017 viajé a Buenos Aires con salida desde Bogotá; así que me tocó cruzar el puente fronterizo de San Antonio del Táchira para hacer conexión Cúcuta-Bogotá debido a que no había vuelos desde Maiquetía con Aerolíneas Argentinas. Iba con mi madre, las dos caminábamos apurruñadas en medio de un tumulto de gente con maletas, desesperada por huir de Venezuela. Nosotras teníamos pasaje de vuelta, muchos no se lo explicaban. Íbamos de visita, al infierno regresaríamos después. Cruzando el puente, aferrada a mi madre, vapuleada por la multitud que huía me sentí como un extra en una película de refugiados. Hasta llevábamos pañuelos puestos sobre la cabeza. Al regresar, vi las carpas, indigencia, gente durmiendo a la intemperie en el lugar llamado La Parada, del lado colombiano. Todos los que allí estaban en situación de calle y destierro eran compatriotas.

Pero volvamos al suelo patrio. Les hablaba de la escasez. Hoy en día ya se encuentran los productos, y varias marcas colombianas se impusieron sobre otras nacionales. Antes de la dolarización extendida actualmente en el país, ya en la zona occidental se transaba con pesos colombianos. Santander 1, Bolívar 0.

Y un jueves se fue la luz. Ocurrió nuestro apoteósico y enloquecedor gran apagón. El jueves 7 de marzo de 2019 comenzó el calvario, Mérida fue castigada con 120 horas sin energía eléctrica. En la ciudad la luz volvió entre lunes y martes, pero en municipios como Ejido debieron esperarla más horas, más días. Las escenas de desesperación durante el apagón fueron delirantes: olores putrefactos salían de las carnicerías, las licorerías exigían dólares para vender hielo, se armaron largas colas en las gasolineras donde tenían planta eléctrica, la gente clamaba por sus parientes hospitalizados, la mayoría de los locales comerciales no contaban con punto de venta inalámbrico y apelaron al cobro en dólares o en pesos. Y he aquí que la grieta que ya somos como país se profundizó todavía más: la mayoría no tiene acceso a divisas. Washington 10, Bolívar -0.

Pronto las baterías de nuestros teléfonos se agotaron, y desde las calles, ventanas, techos y balcones gritábamos, maldecíamos, caceroleábamos presos de indignación. Uno de esos días, la avenida Independencia amaneció embasurada con billetes devaluados. Algún vecino lanzó desde su ventana, rabioso y frustrado, esos papelitos sin valor como el personaje de la película Good bye, Lenin! Nos volvimos locos, la cordillera fue testigo. Y el carcelero sonreía, yo estoy segura de eso. Y con ese primer gran apagón empezamos a hacer gimnasia de sobrevivencia. En mi nevera tengo botellones de agua congelada, que bajo del congelador apenas se va la electricidad para que mantenga los alimentos refrigerados. A los comerciantes les tocó comprar plantas eléctricas, hacerse de puntos inalámbricos, mudarse a las transferencias bancarias. El martes 2 de abril de 2019 ocurrió un nuevo apagón, esta vez duró 86 horas, si bien nos agarró furiosos, no estábamos desprevenidos. Veníamos de la gran oscurana.

El problema de la electricidad no ha cesado, sigue siendo un gran azote y tortura psicológica para los que vivimos en Mérida. El 9 de octubre, la ciudad cumplió años de fundada. El regalo fueron cortes eléctricos de ocho horas. El domingo 11 de octubre comencé a escribir este texto. Decidí tomar papel y lápiz para empezar de una buena vez, eran las 10:30 a. m., no había luz desde las 3:00 de la madrugada. El corte dominical duró 10 horas y media. Luego, a las 7 de la noche ocurrió otro de dos horas. Todos gruñimos, rumiamos. Nadie responde. Nos sentimos desamparados, burlados. Nos sentimos solos, olvidados. El hartazgo mina nuestros cueros.

Al escribir a mano sentí que volvía al pasado, pero sin la gracia de la tinta, la pluma y la caligrafía de los manuscritos victorianos. Recordé a Dickens escribiendo sobre personajes pobres y lugares lúgubres. Desde una modernidad arrebatada, yo escribía sobre una ciudad pauperizada, lo hacía desde mi propio encierro y empobrecimiento; mientras afuera las calles se llenan de pequeños Oliver Twist, de hombres y mujeres andrajosos, desteñidos.

Y ya que hablamos del pasado, vamos a cocinar con leña. La escasez de gas doméstico ha empujado a muchos a usar leña para el fuego. La semana pasada cuando caminaba de regreso a casa, vi a un hombre meterse entre los árboles de una plaza, y evitando mi mirada, porque se avergonzaba, el hombre buscaba chamizos entre las ramas caídas de los árboles. Yo fingí no verlo y seguí. Los que vivimos en edificios no podemos cocinar con leña, y el llenado del tanque comunitario nos cuesta mucho más que el valor acordado. Igualmente, podemos pasar días y semanas sin gas. Y en más de una ocasión, ha ocurrido el enlace mortal: se va la luz y no hay gas. Nos quedamos atados. Recuerdo un domingo que me levanté y no había luz, ni gas, y yo tampoco tenía dinero; así que no podía salir a comprar desayuno. Ese día grité como Linda Blair en El exorcista. Oía la risita de rata del opresor en mi oído.

Gracias a la delincuencia, antes de la pandemia ya nos habían encerrado. Nos cortaron la libertad de la calle, ahora entran a invadirnos la tranquilidad en nuestras casas. Juegan con nuestra cordura, con nuestra capacidad de resistencia.

A los productores agropecuarios los obligan a hacer colas para solicitar permisos, especie de salvoconductos, para abastecerse de gasolina y poder transportar sus productos. Los he visto amanecidos, con los sombreros cubriéndoles el rostro, trasnochados y hastiados en la espera de ser atendidos por los uniformados, los que mandan. He visto sus camiones de carga, con las cebollas amarradas dentro de los sacos, los racimos de plátanos que de tanta espera podrían madurarse y de patacón convertirse en tajada, en esa espera absurda. Al caminar cerca de esa larga fila de camiones y camionetas estancados con sus hortalizas, frutas y verduras a cuestas recordaba un ensayo del escritor cubano Antonio José Ponte, donde el autor reflexiona sobre carencia de la comida sentado frente a una mesa con un mantel de hule con piñas dibujadas. A veces me pregunto si llegáremos al punto de tener que imaginar la comida, lo que ya no existe. Eso me aterra.

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A los productores agropecuarios los obligan a tener salvoconducto para abastecerse de gasolina. Foto: Cortesía Laura Uzcátegui.

La continua oscuridad, las intermitencias (y en algunos casos inexistencia) de conectividad a internet, el uso de leña en sustitución del gas nos ha hecho retroceder a principios de siglo XX; sin ningún atisbo romántico. En esta ciudad el futuro se está cocinando a leña.

El intento de ultraje de 2014 fue el asomo de la garra del depredador. De alguna forma, los venezolanos que osamos quedarnos en estas tierras hemos sido ultrajados y arruinados. Y el mal no cesa.

El término genocidio no aplica, dicen los juristas y especialistas en leyes, ellos tienen sus razones. Les pedimos que encuentren un término apropiado para definir el sometimiento y la aniquilación soterrada, aviesa, continua y progresiva del ciudadano, y, por favor, háganlo pronto, que ya llegó el futuro y es una ruina.

P.D. El jueves 15 de octubre solo tuvimos cuatro horas de electricidad. Hoy 16, a las 9:32 a. m. volvimos a quedarnos sin luz, regresó a las 4:36 p. m.


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