Encerrados, sin aire y sin información en un tren descarrilado del Metro de Caracas

11.050 fallas

Por más de 10 minutos los pasajeros del tren del Metro de Caracas que se descarriló este sábado entre las estaciones Los Dos Caminos y Miranda, estuvieron sin aire acondicionado, encerrados y detenidos en el túnel. El conductor no daba orientaciones y los usuarios comenzaban a perder la calma. Entonces optaron por buscar vías de escape por sus propios medios. Esta es la crónica de lo ocurrido.

Caracas. Los usuarios del Metro de Caracas que este sábado 17 de agosto se subieron al tren de la Línea 1 en Palo Verde, Petare, La California, Los Cortijos y Los Dos Caminos entre las 10:35 y las 10:50 de la mañana creían saber lo que les esperaba: un viaje lento, engorroso y sin aire acondicionado hasta su destino.

Primero porque el personal de guardia en las estaciones hacía el anuncio una y otra vez: “Se informa a los señores usuarios que motivado a fallas operacionales, el servicio de trenes presenta un fuerte retraso en este momento. Sugerimos usar transporte superficial”. Y segundo porque hagan o no el anuncio del retraso, esas son las condiciones más o menos habituales de viaje en el servicio del Metro de los últimos tres años.

Pero eso no sería todo lo que les tocaría vivir. No tenían idea de que ese día serían testigos y vivirían en primera persona la experiencia del descarrilamiento del tren. A continuación, la crónica de lo que experimentaron quienes viajaban en ese tren.

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Cuando el reloj marcó las 10:48 am, el tren con dirección Propatria cerró sus puertas en Los Dos Caminos e inició movimiento a muy baja velocidad hacia la estación Miranda, lleno por completo de pasajeros apiñados producto del retraso del día.

Avanzó apenas unos cuantos metros. Los suficientes para que todos los vagones desaparecieran en el túnel excepto el último, cuyas últimas puertas de abordaje quedaron aún junto al andén. Ahí se detuvo.

Aunque los usuarios frecuentes del servicio ya estamos acostumbrados a viajar sin aire en los vagones, la mente y el cuerpo ya están más o menos entrenados. Uno piensa: “Bueno, hace calor, no es agradable respirar este aire caliente, pero estaremos encerrados sin aire solo por los 50 segundos que dura el viaje entre una estación y otra. La puerta se va a abrir en la siguiente estación y el aire se renovará y refrescará un poco. Hasta la próxima estación”.

Y así van los pasajeros, en cuenta regresiva hasta que llegan a su destino, salen del tren y por fin respiran aire fresco y “limpio”. Basta pararse en el andén de La Hoyada o Parque Carabobo o cualquier otra estación para ver las expresiones de alivio, las inspiraciones profundas y los rostros sudados de los usuarios al desembarcar.

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Luego de cinco minutos detenidos en el túnel, los usuarios esperábamos alguna explicación del conductor. Por lo general, transcurrido ese tiempo e incluso mucho menos, el conductor ofrece información del tipo “permaneceremos detenidos unos minutos porque hay un tren posicionado en la siguiente estación” o “esperamos indicaciones del CCO para iniciar movimiento”. Pero esta vez no había nada. Cero información.

La frente húmeda y la sensación de calor intenso comenzó a transformarse lentamente en gotas de sudor y sensación de falta de aire. Los niños comenzaron a llorar. Algunos adultos en el tercer vagón discutían y se quejaban el voz alta por la situación.

Pasados seis minutos detenidos y sin aire comenzó el desespero. Otros pedían calma. Unos más osados se recriminaban entre sí: que por qué se habían subido al tren si ya sabían que había retraso, que todos sabíamos que el retraso viene acompañado de vagones sin aire, que se hubieran ido en camioneta por puesto… como si la culpa del servicio deficiente fuera de los usuarios, o como si fuera sencillo subirse en una camioneta (que no hay) y tener el efectivo necesario para pagar el pasaje de una familia completa… en fin.

Una señora de unos 50 años, rellenita, de pelo alisado color marrón, con una camisa estampada en tonos ocres recostaba su frente de uno de los tubos de agarre y cerraba los ojos.

—Señora, ¿se siente mal? ¿Qué tiene?

—Estoy bien. Es que tengo fiebre.

—¿Se quiere sentar? ¿Está mareada?

—No, me bajo en Miranda. Gracias.

***

A los siete minutos el tren pareció que iniciaría movimiento. Se desplazó hacia adelante apenas un poco, a muy baja velocidad. Se escuchó un traqueteo, como si hubiera pisado algo en los rieles y se detuvo. Algunas personas a lo lejos gritaron por un instante. Pero en el tercer vagón seguían las discusiones entre los usuarios respecto a quién tenía la culpa por lo que estaba ocurriendo y no hubo mayor interés en aquella distante situación.

El tren pareció retroceder hacia los Dos Caminos, pero se detuvo en cámara lenta en medio de un chirrido de metales seguido de más gritos a lo lejos, en el segundo o quizá en el primer vagón. Era difícil saber entre tanta multitud, tanto calor y tan poco aire respirable. Eso sí: el chillido metálico lo oímos todos.

se descarrila tren

A los ocho minutos de encierro algunos usuarios desconcertados, sin información y sin aire, sudados, pegados unos a otros, en medio del llanto de bebés y niños pequeños, y a punto de una crisis de pánico, comenzaron a tocar las alarmas, pero estas no funcionaban. Entonces comenzaron a golpear los vidrios con las manos.

Unos llamaban a la calma. Otros gritaban que los demás mantuvieran la calma. Es difícil mantener la calma cuando no puedes casi respirar y te gritan que te calmes.

Una mujer desde el pasillo increpó a los que estaban cerca de las puertas de emergencia que las abrieran girando la manilla roja incrustada en la pared. Yo no quería hablar. Solo repetía en mi mente una y otra vez: “Cálmate. Si piensas que no puedes respirar y que se te acaba el aire, vas a entrar en crisis. Te vas a desmayar. Cálmate”.

Entonces comenzó a sonar un golpeteo. Como si el usuario que iba detrás, sentado con sus muletas en la mano, golpeara con el piso con las barras de metal por los nervios quizá… tac, tac, tac, tac, tac, tac… “Cálmate. Si piensas que no puedes respirar y que se te acaba el aire, vas a entrar en crisis. Te vas a desmayar. Cálmate”. Tac, tac, tac…

—¡Por favor, dejen de golpear el piso, eso no ayuda!

—Nadie está golpeando, parece un corto circuito de la corneta, como que se quedó pegada.

—No, eso debe ser que el operador está tratando de arrancar el tren.

Tac, tac, tac…

—¡Vamos a abrir manual, vamos a abrir la puerta para que entre aire al menos!

—¡No! Hay que esperar que el operador diga qué pasa. ¿Y si abrimos la puerta y el tren arranca?

—¿Cuál es la manilla?

—¡Esa de ahí! ¡Dele vuelta!

—¡Esto no gira!

—Así no, señor; así, mire.

***

La manilla giró y otro usuario que estaba junto a la puerta la abrió manual, de par en par. Aire, aire… todos suspiramos. No era mucho el aire ni era tan fresco como lo soñábamos, pero todos comenzamos a respirar de nuevo. La pared del túnel estaba muy cerca, quizá a unos 30 centímetros de separación. Un muchacho de unos 15 años se asomó.

-¡Mire, mire, ahí se ve que el tren chocó contra la pared. El vagón de adelante chocó contra la pared!

Habían pasado 10 minutos desde que nos detuvimos en el túnel y el operador no daba información. Entonces los usuarios de la puerta diagonal a la nuestra también giraron la manilla, abrieron manual, comenzaron a asomarse tímidamente primero y de pronto, sin que nadie diera una instrucción al respecto, comenzaron a bajarse hacia el túnel.

El descongestionamiento de esa puerta permitió que los pasajeros del tercer vagón comenzaran a moverse hacia allá.

Finalmente el operador del tren habló. Más de 10 minutos después de habernos detenido: “Se le informa a los señores usuarios que procederemos con el desalojo del tren”. Así, sin más. No dijo cómo desalojar, no dijo cómo proceder, no dio ninguna indicación respecto al descenso, o si la energía de los rieles estaba cortada para mayor seguridad. No dijo nada. Solo que había que desalojar. Unos cinco minutos después volvió a hablar: “Pedimos mantener la calma”…

***

La mayoría se quería bajar, sin ningún protocolo, sin saber si los rieles estaban electrificados, sin poder siquiera ver con claridad dentro del túnel, pues desde hace un par de años, los túneles prácticamente no tienen iluminación.

En el río de gente empezamos a recibir a los pasajeros del segundo vagón.

—¡El tren se descarriló y chocó!, repetían uno y otro y otro mientras avanzaban hacia la puerta abierta.

—Esto tiene que ser provocado. Eso no es un accidente…

—¡Es culpa de Donald Trump que mandó a unos tipos a descarrilar el tren!

—¡Es culpa de Maduro que destruyó el Metro!

—El chofer sabía que algo estaba mal en las vías, por eso iba tan lento

—Gracias a Dios que esto no fue un incendio. Si no, nos morimos todos aquí…

Cada quien sacaba sus conclusiones y señalaba a un responsable.

Caras sudadas, expresiones de desconcierto, niños llorando en los brazos de sus mamás, ancianos asustados. Un miliciano.

—Señor miliciano, ¿qué pasó? ¿Está ayudando al desembarco de los usuarios?

—No sé, no sé, pregúntele al chofer. Yo no sé nada.

***

La unión entre el tercer y segundo vagón se veía dañada. Parecía que un vagón estaba sobre el otro, pero se podía pasar sin dificultad. En el segundo vagón vimos el daño mayor sufrido por el tren: una de las puertas completamente desprendida y aplastada contra la pared. Una cabilla probablemente del túnel se metía por la puerta, y el riel de la puerta con sus rolineras aún pegadas colgaba junto a las correas de sellamiento de las puertas.

—Dios es grande, señora. Aquí venía un muchacho con una niña en brazos. Pero se bajó en Dos Caminos. Si no se baja, la puerta por lo menos lo aporrea. Los que iban aquí se salvaron porque se movieron rápido hacia allá.

Una niña de unos ocho o nueve años que viajaba con una mujer estaba arrodillada en el asiento. Tenía los ojitos rojos, parecía que había llorado un poco. Sus mejillas rojas por el calor. Su pelo largo y liso pegado al rostro con el sudor. Unió sus manos y se puso a rezar.

Un anciano en silla de ruedas esperaba que alguien lo ayudara a moverse entre la multitud.

En el segundo vagón había dos guardias nacionales, tres milicianos (estos sí más enterados y proactivos que el anterior), un Polisucre franco de servicio y varios trabajadores del Metro. Al parecer todos viajaban como pasajeros por casualidad. Todos caminaban de un lado al otro y daban indicaciones a los pasajeros del vagón y a los que caminaban por el túnel. Un hombre fornido de bigotes que dijo ser el gerente de Mantenimiento de guardia.

—Desalojen, por favor. Caminen con cuidado, caminen pegados a la acera, no empujen, poco a poco.

En medio de aquel caos, la gente agradecía a la providencia que no hubiera heridos ni lesionados. Luego supimos de varias personas con crisis nerviosas y una mujer con un ataque de epilepsia, pero ninguno de esos episodios se presentó en los vagones. Todo en el lobby y andén de Los Dos Caminos.

***

La unión (el acordeón) entre el segundo vagón y el vagón líder estaba mucho peor que la anterior. Estaba casi completamente cerrado el paso entre un vagón y otro. Un área en la que normalmente pueden ir tres personas una junto a la otra, quedó con un espacio de medio metro si acaso, por donde cabía una persona a la vez.

-¡Yo estaba en el acordeón. Si no nos movemos rápido, nos aplasta y nos mata!, dijo una muchacha de unos 20 años.

En el vagón líder ya no quedaba casi nadie. El chofer se mantenía encerrado en la cabina.

Los últimos en desembarcar caminamos dentro del tren, pasando de vagón a vagón hasta llegar al séptimo y salimos por la puerta de la cabina posterior. En el andén de Los Dos Caminos, los pasajeros que allí aguardaban no entendían mucho lo ocurrido. Los que estaban en el andén dirección Palo Verde veían hacia el túnel esperando su tren. Parece que a ellos nadie les explicó nada tampoco.

Entonces por el altavoz se oyó una voz masculina y avergonzada hacer un acto de contrición: “Señores usuarios, el sistema tiene un fuerte retraso. Por favor, usen transporte superficial. Por favor, perdonen este inconveniente. Disculpen”.


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