El sistema educativo venezolano excluye a jóvenes neurodivergentes por falta de herramientas y personal especializado, pese a una ley que exige su inclusión. Programas como Educomunicación, de Fe y Alegría, son una alternativa limitada frente a una realidad donde muchos docentes se sienten incapaces y las escuelas funcionan como guarderías.
Carabobo. La trayectoria escolar de Jorge Sicardi ha estado marcada por la exclusión. A sus 19 años cursa segundo grado, no por falta de capacidades, sino porque su forma de aprender —propia de la neurodivergencia— ha chocado con un sistema educativo sin recursos ni acompañamiento especializado.
A diferencia de otros, encontró luz en el programa Educomunicación de Fe y Alegría —una iniciativa que busca integrar a jóvenes y adultos al sistema escolar, especialmente aquellos que han sido excluidos por motivos económicos, sociales o de salud—.
Nelly López, coordinadora pedagógica en Carabobo para la institución, ha trabajado en múltiples ocasiones con él y reconoce que es un reto. No tanto por su diagnóstico, sino porque las condiciones no están dadas.
“Es una realidad que vive todo el país. No hay la infraestructura, ni el personal para cubrir las necesidades especiales”, admitió a Crónica Uno.
El programa Educomunicación facilita la incorporación de jóvenes y adultos al sistema escolar mediante un plan de acción diferenciado. Este incluye el acompañamiento de profesionales como psicopedagogos, especialistas en educación especial y apoyos individuales, elementos clave para el desarrollo académico y social de los participantes.
Esfuerzo insuficiente
López explicó que la exclusión responde a problemas económicos, familiares y de salud, además de la neurodivergencia —es decir, la falta de adaptaciones adecuadas para que los estudiantes con diferencias cognitivas puedan acceder a la educación—. Que existan personas excluidas de la escolarización en Venezuela es un asunto grave.
“Quisiéramos atenderlos a todos, pero no podemos. Nosotros también tenemos una enorme falta de personal, pero hacemos un esfuerzo”.
En Fe y Alegría Carabobo, López trabaja con 30 estudiantes con discapacidad auditiva —que requieren intérpretes o herramientas de comunicación especializadas—, atendidos solo por una intérprete. Esta situación se repite en todo el país. Solo en Carabobo hay cuatro centros para personas con discapacidad auditiva, detalló.
Ante esta carencia de recursos, a finales de noviembre López y su equipo acudieron a la Cámara de Comercio de Valencia para solicitar una alianza que se concretara en becas para unos 200 estudiantes —una estrategia que busca garantizar educación inclusiva y adaptada a las necesidades de cada alumno—.
Estas personas reciben educación especializada de acuerdo con sus necesidades. La meta es avanzar y que ellos aprendan a entender y aceptar su diagnóstico —un paso fundamental para mejorar su autoestima y habilidades sociales—. Así ha ocurrido con Sicardi, quien tiene un autismo leve.
Sin embargo, la mayoría de los planteles los excluyen, aun cuando la ley exige su admisión. Normativas como la Ley de Educación establecen la obligación de integrar a estudiantes con necesidades especiales, aunque en la práctica este mandato no siempre se cumple.
Incapacidad en evidencia
Alexandra Betancourt no es docente de carrera, pero imparte clases de oratoria en un colegio privado del suroeste de Valencia. La escuela cubre todos los niveles y recibe niños con algún tipo de neurodivergencia, principalmente autistas, aspergers y con trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH) —un desorden del desarrollo que afecta la atención, la impulsividad y la hiperactividad de los niños—.
Además están los sin diagnóstico. “Sabemos que tienen algo, pero no hay un informe médico que lo valide. A esto súmale los padres que están negados a aceptar que su hijo puede ser neurodivergente. Por mucho que les mandes a los especialistas, ellos no quieren reconocerlo”.
Actualmente tiene un caso en el que su estudiante es inquieto, se aburre con rapidez, no retiene la información y hace preguntas de manera constante. Alexandra se desespera.
“Uno los quiere ayudar, pero no sé qué hacer. Hay veces en donde me pongo nerviosa y me desconcentro porque llega un momento en dónde pierdes el control ante la misma pregunta una y otra vez. Uno se contiene, pero queda en evidencia nuestra incapacidad”.
Este niño entra en su categoría de los “no tratables” —alumnos cuya atención requiere técnicas y recursos especializados que la escuela no posee—. En ese caso, la docente solo le da una hoja para dibujar y espera que descargue toda su energía, para luego continuar con la clase.
A López esto le decepciona; para ella, esos niños solo están en un salón como participantes. “Eso no es estudiar”.
Inclusión limitada
La experta, quien ha documentado este fenómeno en varios planteles de San Joaquín, como los ubicados entre La Indiana y El Poblado, no muestra sorpresa. Por lo mismo, alertó que basar la evaluación completa en una única actividad —el dibujo, en este caso— resulta una práctica pedagógicamente insuficiente para certificar aprendizajes significativos.
“Los padres son conscientes de esto, pero el colegio se transforma en una guardería para ellos poder trabajar y hacer dinero”.
En el colegio de Alexandra Betancourt hay dos especialistas con titulación en educación especial —profesionales capacitados para diseñar estrategias de enseñanza adaptadas—. “Cuando algo se sale de control, lo remitimos con ellas”. Cada aula cuenta con unos 25 estudiantes, para una población total de 230 jóvenes. La media es de dos niños con necesidades especiales por salón.
Las excepciones de admisión incluyen que los niños sepan hablar y hacer sus necesidades fisiológicas —requisitos básicos que limitan el acceso de muchos estudiantes con discapacidades severas—. Si ya están en edad de bachillerato, no los aceptan.
“No lo llamaríamos discriminación porque no estamos especializados en eso”, opinó Betancourt. No obstante, al recordarle que la ley los obliga a integrarlos, duda: “¿de verdad lo obligan?”.
En muchos colegios públicos y privados, las poblaciones estudiantiles llegan hasta 45 alumnos, lo que es crítico, puntualizó López. Esto provoca que los niños sean víctimas de estímulos que no pueden controlar, desencadenando brotes —reacciones emocionales intensas que pueden incluir llanto, gritos o comportamiento disruptivo—.
En medio de la crisis, maestras como Alexandra entran en pánico, lo que ocasiona una cadena autodestructiva basada en la ineficiencia.
Pocos cambios
Pedro López, hoy de 42 años, fue expulsado de tres planteles y casi de un cuarto cuando asistió a la escuela en las décadas de 1980 y 1990, todos privados.
En ese entonces, hablar de TDAH era raro —los diagnósticos eran poco frecuentes y la información limitada—, y aunque los colegios contaban con psicopedagogas, todas concluían que él era simplemente un niño inquieto y rebelde. Nada respondía a su realidad.
Su diagnóstico llegó hace tres años. Su TDAH es severo, y durante la entrevista se percibe en su rapidez al hablar, movimientos y dispersión, así como en su esfuerzo por demostrar control. “Yo tengo todas las características de alguien con TDAH”.
“El sistema educativo no sirve, ni está preparado para atender a niños con mi condición o cualquier otra. Que durante todo mi colegio me cambiaran cuatro veces de escuela lo demuestra, repetí una vez séptimo grado. Las escuelas no podían conmigo, fui expulsado una y otra vez. Veía a mi mamá llorar y nadie entendía nada”.
Pedro contó que, a pesar de su aversión a cambiar repetidamente de colegio, su condición le otorgaba un rol protagónico: se percibía como “brillante, auténtico y el líder del salón”, aunque reconoció que también era “el más terrible”, una dualidad que, subrayó, lo hacía feliz.
Su postura frente al tratamiento farmacológico es firme: “Medicarse no es una opción”. De esta forma expresó un rechazo contundente hacia la idea de “estar dopado” y extendió esa desaprobación al ver a otros en ese estado.
Letra muerta
Nelly lamenta historias como esta, pero también que en planteles públicos la situación se descontrole y que algunas docentes con estrés recurran a la cláusula 95 —un mecanismo legal que permite cambios de cargo para reducir la sobrecarga de trabajo— para atender a niños especiales.
“¿Quién les dijo que eso era más fácil? Es una burla para esos niños que necesitan ayuda, pero este es el país que tenemos: una ley muy buena, pero imposible de aplicar correctamente sin una estructura adecuada”.
Jorge, Pedro y decenas de jóvenes como ellos representan un sistema que promete inclusión pero falla en lo esencial. La esperanza está en programas como Educomunicación, en docentes comprometidos y en las familias que luchan día a día.
La pregunta que queda flotando es si la educación venezolana podrá alguna vez garantizar que ningún niño quede excluido —y si los recursos, la formación y la voluntad política estarán alguna vez a la altura de las necesidades reales—.
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