Por lo menos 30 casas diarias tienen que visitar niños que piden comida en San Fernando de Apure

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Muchos adultos han claudicado frente a la crisis, la falta de trabajo, la pandemia y los altísimos costos de los alimentos, ahora, hasta la ternura y ganas de protección que producen los niños, se explota para conseguir un plato de comida. En Los Bloques en San Fernando de Apure varias veces al día, las 450 familias que ahí residen oyen cuando tocan a sus puertas. Son los niños que piden alimentos y, a veces, en un trueque realizan cualquier trabajo para conseguir comida para ellos y sus “cuidadores”.

San Fernando de Apure. Tocan la puerta de madera, el toc toc es débil, un adulto toca más fuerte, Teresa, quien ya está familiarizada con este sonido, incluso con la cantidad de golpes, sabe quién es, pero se queda callada un instante. La situación le causa rabia, pero la enfrenta con su humanidad y puede más la segunda, “¡Ya voy Yamileth!”*, contesta la mujer desde la cocina y la tierna y hermosa carita de 6 años que aparece, de cabellera espelucada, le tumba toda lógica y se entrega a la ternura que le produce. Ella es una de los tantos niños que deambula por las calles de San Fernando de Apure en busca de comida.

La niña ya ni siquiera tiene que pedir porque Teresa Sánchez sabe a qué va, sin embargo, no puede evitar mirar con rabia a su madre que, como de costumbre anda con la niña, pero nunca toca la puerta ni pide ella, siempre lo hace la pequeña.

Para la vecina del sector Los Bloques de San Fernando, en la capital del estado Apure, es incomprensible que una madre joven ponga a pedir a su pequeña hija, máxime cuando la niña no pide únicamente para ella. Ya Teresa sabe que debe darles una ración grande para que coman las dos.

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Milagros consiguió una patineta en la cual arrastra a Yamileth que ahora no se queja de tanto caminar .Foto: Sulay García.

En el apartamento de esta vecina, que habita en un conjunto de siete edificios en los cuales residen 450 familias, tampoco es que abunde la comida, y menos esta semana que debió restringirse la compra debido a que el dólar de un solo salto pasó de 600.000 bolívares a superar los 900.000.

El toque de la puerta de Yamileth y su mamá tampoco es el único del día, es solo el de las 3:00 de la tarde, llaman cuando coincidencialmente, Teresa ha llegado de su trabajo. Tienen un tino enorme para llegar justo cuando ella y su familia se están sentando a la mesa para comer, porque en esta casa almuerzan tarde. Esta es la hora cuando se desocupan los miembros de la familia entre el trabajo y el estudio, y terminan de cocinar en la única hornilla que le sirve a la cocina eléctrica de la casa tras siete meses sin gas.

Después de la niña y Milagros Contreras, así se llama la madre, viene Carlos y su hermanito Pedro, que no superan los 12 años de edad, siempre mendigan un pedazo de pan. Luego, van también una señora, que pide café o a veces comida, un adolescente con discapacidad auditiva y en la noche, un hombre joven con aspecto deteriorado, solicita granos, arroz o algo de comida cruda, para llevarle a sus hijos. Esto es todos los días.

En las paredes dañadas de estos bloques populares de cuatro pisos, ubicados a menos de un kilómetro del centro de la capital llanera, también se ve la necesidad, pues los maestros, obreros y profesionales de otras ramas que allí residen, apenas sobreviven con sus salarios de trabajadores públicos.

Dorka Rivas es uno de ellos. Tiene que vender leche de vaca para rendir el presupuesto familiar y asegura que siente una gran impotencia con estas visitas consuetudinarias que no tocan únicamente la puerta de Teresa, sino todas las puertas de esa comunidad. Relata que está agobiada.

Ya no aguanto este tren, esta situación nos tiene locos. Aprovecho para hacerle un llamado al gobierno, por favor hagan algo, creen una institución para ayudar a todas estas personas porque son demasiadas y esto es a toda hora. Uno puede ayudar a algunos, pero no a todos porque nosotros mismos no tenemos con qué comer.

Mikel es diestro con la peinilla para llevar sustento a su casa

A pesar de que Yamileth y Milagros casi nunca aparecen durante los fines de semana, los toques de puertas y ventanas no son menos frecuentes esos días. Cuatro niños del barrio de atrás de Los Bloques, con peinilla en mano, llaman a las puertas para ofrecer servicio de desmalezamiento. Mikel es el que más destreza tiene con la herramienta. Es el más pequeño y además limpia muy bien.

La única niña es la líder del grupo de cuatro pequeños. Es la más grande, sin embargo, no supera los 8 años de edad. Una vez más los golpecitos infantiles en la puerta de madera de Teresa. Los niños le ofrecen a su esposo limpiar el frente por 40.000 bolívares, el señor responde que no tiene efectivo, pero insisten ahora por un kilo de arroz, sin embargo, tampoco hay. La familia de ese apartamento apenas tiene lo necesario para el almuerzo, no hay nada que intercambiar.

Sin embargo, Mikel propone limpiar por cuadernos, lápices o ropa vieja y consigue las tres cosas; al cabo de un rato el frente de ese apartamento está limpio, mientras los niños discuten entre ellos, quién salió mejor favorecido con el trueque.

Van al barrio y enseguida retornan al apartamento, abre de nuevo el jefe de familia y le pregunta al niño que había desmalezado, porque los demás se replegaron: “¿Qué pasó, chamo?, ¿cómo es que te llamas tú?” Y el infante responde: “A mí me dicen el Quemaíto, por esta quemada”, y muestra una enorme cicatriz que tiene en la cara.

“No, yo no te voy a llamar así, dime ¿cómo te llamas?” —le dice el señor. “Me llamo Mikel”, responde el pequeño de no más de 7 años de edad, mientras se le queda mirando el más pequeñito de todos, como de apenas 4 años.

La hija mayor de la familia que le había dado las cosas a los niños, ya asomada en la puerta con su papá, preguntó: “¿Qué pasó?” y la niña grande contestó: “Mi mamá dice que me embromaste porque nosotros necesitábamos era un kilo de arroz”.

Uno, de los dos hijos varones de Teresa, respondió desde adentro: “Mi papá les dijo desde un principio que no había arroz”, y la hermana agrega: “Mami, dile a tu mamá que si está inconforme que no los mande a ustedes, que venga ella porque ustedes saben que no había comida ni efectivo y, sin embargo, insistieron y por eso les dimos un lápiz nuevo a cada uno, un bolso en buen estado que les sirve para la escuela y dos franelitas a cada uno”. “Sí, pero mi mamá dice que nosotros necesitábamos era comida”, argumentó la niña.

30 casas de Milagros

Milagros Contreras, la mamá de Yamileth, con apenas 30 años de edad, dice que salen de la casa donde viven con el papá y la abuela de la niña, a las 7:00 a. m. sin desayunar y que durante la mañana recorren los barrios de Campo Alegre, Fuerzas Armadas, 9 de Diciembre y avenida Carabobo, en donde algunas veces, no todo el tiempo, les dan un pan con guarapo (café claro y dulce) y algunos huesos para hacer sopa. En la tarde visitan Los Bloques, José Antonio Páez, Las Casitas y la avenida Caracas.

Sobre su espalda un morral tricolor, sobre su desgastado cuerpo una falda de jeans y una rala blusa gris que carga siempre. Recientemente, tira de un monopatín con una cuerda en el que carga a Yamileth. Alguien se lo regaló porque antes se escuchaban los lamentos de la niña por la calle, cansada de caminar para que su madre la cargara alzada un buen trecho.

Salimos y a veces llegamos en la noche, a las 7:00 de la noche, buscando comida por todas esas casas. Nosotros visitamos 30 casas diarias, expresa Milagros, que explica que hace un año atrás trabajaba: Barriendo, pasando coleto y fregando.

Yamileth que es muy expresiva refuerza con su dulce voz infantil: “Salimos en la mañana y en la tarde, conseguimos la comida pidiendo y cuando quiero un caramelo mando a mi mamá y le digo que pida en las casas”.

Milagros es de poco hablar, parece estar ignorante de aspectos distintos a su comida, por eso sabe que es más fácil que le abran las puertas a Yamileth que a ella. A pesar de su semblante distraído por las comidas saltadas, en los ratos de descanso de sus largas caminatas y sentadas en la acera de Los Bloques, a Yamileth se le ve abrazando y besando a su mamá y a esta, tratando a su pequeña hija de “chama” y jugando con ella, aunque también se le salen con naturalidad los gritos y la violencia a las que parecen estar acostumbradas.

Jesús y sus cinco hermanitos no van a la escuela porque tienen que trabajar

Este 20 de noviembre, día en que se cumplieron 31 años de la firma de la Convención Internacional de los Derechos de los Niños, Niñas y Adolescentes, suscrita por Venezuela, Jesús —con su mirada fija en la vitrina de una conocida panadería del centro de San Fernando— anhelaba uno de esos panes para almorzar, el cual consiguió.

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Jesús y sus hermanitos rebuscan trozos de pan y de comida en una panadería del centro de San Fernando. Fotos: Sulay García.

Rubén Bustamante, administrador de la panadería y benefactor del niño de 10 años de edad, junto con el resto de los trabajadores del establecimiento, asegura que todos los días, alrededor de 25 niños, incluyendo a Jesús, pasan por el local tomando los restos que quedan en las mesas, pidiendo pan a los clientes y a los mismos trabajadores, por lo cual los conocen.

Nos ha tocado la oportunidad de ver enfrentamientos cuando se le da a uno y no se le da al otro. A veces vemos situaciones bastantes difíciles porque hablan prácticamente de un linchamiento entre ellos y hemos tenido que mediar porque los más grandes, generalmente, siempre quieren embromar a los más pequeños. Es una situación bastante difícil que nos ha tocado vivir en la panadería”, relata.

Jesús, con 10 años de edad, no ha superado el primer grado de primaria y da la razón: “Yo y mis cinco hermanitos tenemos que trabajar”. Él llama trabajar a salir a pedir en establecimientos comerciales para poder comer. Asegura que uno de sus hermanos mayores se va para el campo a sembrar y su anhelo es que su hermano consiga el trabajo, “para yo irme con él a sembrar maíz y frijol”.

Tanto él como la mayoría de los niños de los que habla Rubén, son de la comunidad El Arenal, una de las más pobres de la ciudad, ubicada a escasos metros del centro capitalino. En ese mismo sector se encuentra el colegio católico Casa Hogar San Fernando, cuya entidad de atención ayuda a 23 niños de la comunidad, cuatro de ellos con desnutrición crónica.

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En Apure es alta la cifra de niños desnutridos. Foto: Sulay García.

La religiosa Beatriz Boada, directora de la entidad de atención, explica que con la cuarentena se les ha hecho más difícil conseguir las proteínas para sacar a los cuatro niños de ese severo cuadro, pese a que en el pasado ya habían logrado que una niña de 6 años caminara por primera vez y superara su cuadro de desnutrición crónica. “Solo podemos darles arroz y granos”, revela.

La hermana Beatriz cuenta que hay más de 200 niños en el barrio que padecen esta precariedad nutricional.

Es una realidad muy dura y nosotros quisiéramos ayudarlos a todos, pero no tenemos tampoco los recursos y además muchos de ellos están hasta sin documentos. No los hemos podido incluir en el sistema educativo porque no tienen partida de nacimiento ni cédula y no están con sus padres, sino con otras personas debido a que sus padres se han ido.

Junto con el derecho a la alimentación y a la educación, el de la identidad, es el más vulnerado en estos niños que deambulan en la capital del estado Apure, en busca de alimentos para ellos, sus familias o sus “cuidadores”.

De acuerdo con el informe de la Pastoral Social de la Iglesia católica a través de su organización Cáritas, el primer semestre del año 2020, 30 % de los niños de Venezuela padecen precariedad nutricional, de los cuales 12 % corresponde al estado Apure.

*El nombre de los niños fue cambiado para proteger su identidad.


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