En octubre, los miles de venezolanos que se han desplazado a Ecuador revivieron situaciones de estrés, colas, escasez y violencia de las cuales habían huido, por aire, en bus y algunos hasta caminando. La eliminación del subsidio de la gasolina fue a atemorizarlos otra vez, ahora en la mitad del Mundo.

Cuenca, Ecuador. Las primeras noticias que se conocieron el pasado 2 de octubre en la noche acerca de la decisión del gremio de transportistas de Ecuador de paralizarse no hicieron sino encender las alarmas de los venezolanos ya asentados –o no tanto– en este país andino que ya han visto antes escenas de esta película ecuatoriana.

El paro se convocaba en respuesta a las medidas económicas anunciadas a principios de esa semana por el presidente Lenín Moreno (Decreto 883), entre las que sobresalía la eliminación del subsidio a la gasolina más barata y el diésel, como mecanismo para reducir un déficit fiscal arrastrado por años.

Eso, y las posteriores declaraciones de los representantes del movimiento indígena advirtiendo que más allá de que se levantara el paro de transporte (como de hecho sucedió el viernes 4) ellos se mantendrían en pie de lucha en su exigencia de derogar el polémico decreto, comenzaron a esbozar el guion de una película que pocos venezolanos quisiéramos ver en remake, y mucho menos luego de haber huido de la historia original, algunos incluso atravesando a pie la cordillera andina.

Tanto nadar para morir en el mero centro de la Mitad del Mundo, escribía yo desde Cuenca (capital de la provincia del Azuay en el austro ecuatoriano) en un tuit gestado al calor de las primeras manifestaciones en contra de las medidas económicas.

“¿Y ahora para dónde carrizo agarramos?”, era la angustia que se replicaba con eco en las diferentes redes sociales, en los chats de venezolanos emprendedores en Ecuador, en la fila del supermercado “antes de que se nos vuelva a acabar el papel toalé y esta democracia prestada”, en el parque del vecindario tratando de vender las últimas gelatinas preparadas con el poco gas que quedaba en la bombona, en las interminables colas para surtirse de otra nueva… “¿Es en serio? ¿Tanto nadar para esto?”.

Cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) evidencian que desde el año 2015 hasta junio de 2019 alrededor de un millón y medio de venezolanos han entrado en Ecuador y, de estos, poco más de 260.000 se han quedado. El resto habría continuado su camino hacia el sur en busca de mejores oportunidades.

Aquellos que llegamos entre 2015 y 2017 lo hicimos –para bien o para mal– en las postrimerías de “la Década Ganada de la Revolución Ciudadana”, liderada por el hoy expresidente Rafael Correa. Se trataba, en buena parte, de profesores universitarios con estudios de posgrado del más alto nivel, profesionales en distintas áreas, pequeños empresarios y emprendedores con suficientes reservas en sus cuentas –se pensaba– como para iniciar un nuevo proyecto de vida en un país con ciertas facilidades migratorias a razón de formar parte de la Unidad de Naciones Suramericanas (Unasur) y de compartir una política de puertas abiertas para todos aquellos ciudadanos de sus países miembros, entre ellos, Venezuela.

Pero el embudo se fue tapando con cera en la medida en que el perfil del venezolano migrante se acercaba más al de un desplazado de la cruenta guerra civil en Siria. Ya en ese momento, quien lograba llegar a Ecuador lo hacía no tanto en avión o autobús, sino caminando. Las calles de las principales ciudades del país se fueron llenando de migrantes sin la posibilidad de hacer siquiera las tres comidas diarias, mucho menos de pagar una visa (la más barata cuesta 250 dólares) que les diera legalidad en el territorio. Mención aparte merece que algunos –pocos– se han visto involucrados en actos delictivos y eso ha hecho mucho ruido.

En la medida en que se hacía más compleja e inmanejable la crisis política y económica en Venezuela, ya no se contaba en cientos los venezolanos que llegaban a la frontera entre Colombia y Ecuador, sino en miles (de hecho, 3000 cada día, según Acnur), antes de que Lenín Moreno decretara a finales de julio de 2019 la exigencia de una visa humanitaria por razones excepcionales para todo aquel venezolano que, a partir de entonces, quisiera encontrar en Ecuador una mejor opción a lo que se vive en Venezuela bajo el fuero de Nicolás Maduro.

Y, en medio de ese escenario, ¡el estallido! Dos semanas de un octubre en el que el transporte se paralizó durante dos días, las clases en escuelas y universidades se suspendieron por casi 10 días, los víveres escasearon y el gas doméstico desapareció debido al bloqueo por parte del movimiento indígena de los accesos por tierra a pueblos y ciudades, las cacerolas retumbaron en la capital, el cartón fungió como escudo de protección ante los perdigones, las bombas lacrimógenas fueron lanzadas en contra de todo aquel que protestara; algunos medios hicieron mutis, otros distorsionaron, las redes sociales confundían, los políticos ahora en la acera opositora pedían asilo en embajadas… Si esto no es Venezuela, se parece igualito, también se escuchó decir por ahí.

Todo se hizo muy familiar, sí, aunque peor, por una razón: “Ahora resulta que también nos quieren tomar como chivos expiatorios”, se advertía no sin terror en medios cuando se supo, tras una temeraria afirmación de la ministra de Gobierno de Ecuador, María Paula Romo, que 17 venezolanos (más un ecuatoriano y un cubano) habían sido detenidos en las cercanías del Aeropuerto Internacional Mariscal Sucre de Quito por estar supuestamente “infiltrados” en Ecuador para avivar las protestas.

De aquellos venezolanos, solo uno quedó en régimen de presentación hasta que se celebre la audiencia para librarlo o no de cualquier responsabilidad, mientras que el resto resultó ser un grupo de conductores de Uber y Cabify con papeles en regla y permanencia en Ecuador de meses e incluso años.

Aclarado el “error” y habiendo el país vuelto a una relativa normalidad luego de que el movimiento indígena lograra la derogatoria del Decreto 883 (obligando a someterlo a una nueva redacción), los venezolanos migrantes en estas tierras hacemos un flashback en la película para escuchar a aquellos primeros amigos gestados en el país, preguntándonos:

—¿Y ustedes por qué aún no han sacado a ese tal Maduro?

—Esteee… ¿Y tú no preferirás que te cuente el cuento del gallo Pelón?

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