Como un homenaje a las madres en su día, Crónica.Uno entrevistó a tres mujeres integrantes del personal de salud. Ellas han demostrado ser unas guerreras en hospitales y clínicas del país para hacerle frente al coronavirus y en el cuidado de sus hijos. Evelyn Faneite es médico epidemiólogo. En marzo de 2020 salió “vestida de guerra” para rastrear casos de COVID-19 en San Fernando de Apure. Mientras, en casa, sus hijos la esperaban con la cena y abrían las puertas para que ella pasara a ducharse sin tocar nada.
Caracas. Evelyn sabía que la llamarían. Solo esperaba a que sonara el teléfono. Sus hijos ya habían confirmado un delivery de hamburguesas, sería una noche de películas: ella, su hija de 15 años y su hijo de 18 años.
En las noticias confirmaban el primer caso de COVID-19 en San Fernando de Apure. “Me van a llamar”, insistía Evelyn en voz alta mientras buscaba ropa para arreglarse. “Pero por qué tú”, replicaban sus hijos.
Sonó el teléfono a las 9:00 de la noche.
— Doctora Faneite, vamos a buscarla— llamaron del Servicio de Epidemiología del hospital donde Evelyn era la jefa.
—Ya estoy lista —respondió con certeza.
Unos minutos después sonó la corneta de la camioneta de Epidemiología. “Pasen llaves, cierren bien las puertas y duerman tranquilos”, fueron las instrucciones que dio Evelyn a sus hijos. Pero ellos solo pudieron cumplir con dos: estaban inquietos por su mamá.
Evelyn debía intentar hacer contención de la cadena de contagio del primer caso registrado. Esa noche hizo trabajo de campo, tomó muestras en barrios. Su teléfono no paraba de sonar conforme entraba la madrugada. En la tarde anterior, la doctora había dado una de las tantas clases al personal de salud sobre el sistema de bioseguridad. Pero ella quiso rectificar las áreas de aislamiento del hospital y la indumentaria.
Miguel, su hijo, llamando… En WhatsApp, sus otros cinco hijos mayores que viven en otros estados del país, escribían: “Mamá, ¿pero dónde estás? ¿Por qué tú? Hay gente más joven”. Su esposo, que había viajado a Estados Unidos por motivos familiares también se unió a la preocupación. Evelyn avisó que estaba bien, tratando de teclear con el traje de seguridad o de “guerra”, como ella le llama. “Yo soy quien tiene la experiencia para esto”, asentó. Con sus 59 años de edad, 13 años en el Servicio de Epidemiología y 31 años de graduada, era ella quien debía estar ahí.
Las tres hamburguesas llegaron. Las dejaron sobre la mesa. “Esperaremos a mamá”. Se hicieron las 3:00 a. m. Por WhatsApp, Evelyn preguntó:
—¿Están despiertos? Rumbo a casa.
Todos respondieron “sí” en el grupo.
—Miguel, abre las puertas del jardín, de la casa, de la habitación y el baño cuando ya esté llegando. No se me pueden acercar.
Así pasó. Evelyn entró a casa y los vio sentados en el sofá, en el mismo lugar donde los había dejado. En la mesa, las hamburguesas. “No comieron”, alcanzó a decir mientras de una carrera pasó al baño a ducharse.
“Ahora sí comeremos. Ven siéntate”, dijo Miguel al ver a su mamá salir del baño. Evelyn comenzó a quitar el papel de la comida y escuchó decir a su hija agradecer que estaba bien. Evelyn le tomó el hombro y le dijo: “Quizá mañana no venga a almorzar”.
Los hijos de Evelyn tomaron las riendas de la casa, se convirtieron en los mejores asistentes de su mamá, de la jefa del Servicio de Epidemiología, una mujer que comenzó a tener jornadas de doce horas. Con la pandemia, lo más temprano que ha llegado a casa ha sido a las 7:00 de la noche.
Evelyn solo les dejaba listo el desayuno. Y alguna proteína descongelando en el lavaplatos. El día comenzaba en el hospital con el ingreso y despistaje de pacientes, con su traje de guerra, trabajo de campo, pendiente por WhatsApp de los adolescentes en casa. Otros días viajaba a otras zonas del estado.
—Mamá, aquí dejaste una carne para preparar —escribió por WhatsApp su hija.
—¿Crees poder prepararla? —respondió Evelyn.
—He visto cómo papá y tú la cocinan. Yo la hago, también el arroz. Te espero con la cena.
Evelyn estaba feliz. En la pandemia su hija menor aprendió a cocinar. “Le quedó buenísimo”, dijo en la noche cuando llegó a casa. No van a pasar hambre estos días, pensó. Ya su hija estaba dormida. Solo Miguel la esperaba despierto.
En esos días, la frase que más repetía Evelyn era “no se me acerquen”, mientras Miguel iba abriendo y cerrando puertas al paso de su mamá. Tampoco hubo abrazos.
—Mamá, me sacaste de tu habitación, me dijiste que me fuera —reclamó su hija.
Cuando el papá viajó a Estados Unidos, la niña comenzó a dormir con ella.
—No te puedo exponer. Tengo que estar evaluando si tengo síntomas —le respondió.
Las cosas no comenzaron a andar bien en el Servicio de Epidemiología. Sus hijos sospecharon que algo sucedía. Evelyn no conversaba las cosas del hospital en casa; pero sí mostraba impotencia de no poder hacer más en el centro de salud; eso que ella llamaba “las cosas bien hechas”.
Desde su oficina, sentada con el teléfono en la mano, escribió a sus hijos: “Creo que me daré de baja en el servicio”. Y lloró. Pensaba que su trabajo ya no era técnico, sino político. Había debilidades logísticas.
Evelyn no podía hacer lo que tenía que hacer, le preocupaba que el personal médico no supiera moverse en un ambiente de pandemia. Cuando su función era precisamente controlar diseminar, evitar que el virus saliera de las áreas de aislamiento. No estaba de acuerdo con que a los pacientes con síntomas leves los mandaran a escuelas y hoteles. Debían irse a casa.
Durante esos días, se cuestionaba si era lo mejor darse de baja, si quedarse para ayudar más. Pero los equipos de bioseguridad se agotaron rápido. Ese mismo mes de marzo, cuando los solicitó, le dijeron: “No hay. Ya no hay nada”. Evelyn no quería ser partícipe de la debacle que se venía, estaba segura de que así sería. Entonces pidió sus vacaciones.
En casa les explicó a sus hijos. Ella, que durante ese mes había mostrado tanto compromiso con la situación, había decido darse de baja:
—Tengo razones. Son momentos históricos; pero ya he visto morir personal médico. Tengo la responsabilidad de dos adolescentes, estoy sola aquí; si me enfermo, si me pasa algo: ¿Qué vamos hacer?
—Mamá, tranquila. Entendemos tu posición. Sabemos todo lo que hiciste por ese servicio, no solo ahora, sino desde antes.
En los meses siguientes, aunque estaba segura de que fue la mejor decisión, pensaba en el servicio. También escribió un libro sobre la COVID-19, atendió pacientes por telemedicina y dio conferencias virtuales. Sus hijos se convirtieron también en sus amigos. En ocasiones, Evelyn lloraba, ellos la consolaban. “¿Será que me necesitan en el hospital?”, se preguntaba a menudo.
Pero le reconfortaba saber que le dio a sus hijos una lección de ética, respeto y amor por la profesión: “Pude compaginar con ellos mi trabajo sin que desmerezcan el amor y el tiempo que ellos puedan significar para mí”.
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