Si antes de la pandemia era cuesta arriba movilizarse, por el costo de los pasajes y la escasez de unidades, ahora solo quienes tienen dólares en el bolsillo pueden hacerlo, siempre que se trate de un traslado por negocio o de extrema urgencia.

Caracas. 2020 no ofrecía un panorama mejor en cuanto a la prestación del servicio del transporte público y, con la llegada de la pandemia, todo se hizo más oscuro: viajar por el país es cosa de quien puede conseguir suficientes dólares y se limita solo a casos de extrema necesidad. 

Ir al interior por la muerte de un familiar, hacer una visita a un pariente, acudir a una reunión de negocios, hacer eso ya no es tan fácil en transporte público, además de que, con el decreto de estado de alarma por la pandemia, todos los terminales terrestres fueron cerrados y se limitó el paso de un estado a otro.

No obstante, en estos siete meses de cuarentena, los venezolanos que por una o por otra razón han tenido que viajar por el país, lo han hecho por los caminos verdes, pagan tarifas elevadas a los piratas, “vacuna” en las alcabalas y tramitan salvoconductos y pruebas COVID-19 con terceros al no poder acceder a los mecanismos oficiales.

Las ronchas de un viaje

Erick Cáceres necesitó viajar de Mérida a Caracas para ver a su mamá que estaba delicada de salud. En agosto inició su periplo de trámites. Primero tuvo que buscar un carro particular, luego tramitar el salvoconducto y hacerse la prueba de COVID-19.

Cuando comenzó a indagar sobre el transporte se enfrentó a su primera realidad: el pasaje no bajaba de 80 dólares. Le pidieron hasta 400 dólares para hacer un viaje que no pasa de las 10 horas

Terminó pagando, luego de 15 días buscando el servicio, 100 dólares para poder optar a un cupo en un taxi, negocio que en dos oportunidades se cayó por falta de gasolina. La noche antes del viaje hizo una transferencia en bolívares a alguien que contactó vía telefónica.

El salvoconducto que debía solicitar en la Zodi de Mérida no lo pudo sacar. Había una lista de espera y para obtenerlo de manera rápida tenía que buscar un contacto con algún militar.

El muchacho que iba a realizar el traslado dijo que no lo íbamos a necesitar”, contó.

La prueba COVID-19 tampoco era un trámite fácil de hacer. “En el hospital central no la hacían, tampoco en los CDI ni en las clínicas. Decían que sin síntomas no podían. En el Seguro Social pidieron una carta explicativa y firmada por el director para que la pudieran aplicar. Se habló con un contacto, una trabajadora en el hospital, y así pude hacérmela. Tuve que decir que tenía ciertos síntomas, incluso diarrea, y aún así el doctor no quería. Al final me la hicieron y salió negativa”.

El 4 de agosto a las 2:00 a. m. se subió al taxi sin conocer siquiera el rostro del chofer. En ese momento comenzó otro calvario. Pasaron 14 alcabalas. En algunas el conductor hablaba con policías y militares. 

“En eso descubrí que era policía del estado, pero en otras se complicó el paso porque no teníamos el salvoconducto. Nos pedían dinero y exhaustivamente revisaban todas las maletas. Hablaban con todos los pasajeros, éramos tres. Nos decían que estábamos haciendo el viaje de manera irregular y que si nos dejaban avanzar, qué ganaban ellos. Pura corrupción”. 

En tres alcabalas los quisieron dejar detenidos: una en Barinas y otras dos en Cojedes. Luego el dueño del carro se puso el tapabocas de la policía de Mérida y así no hubo tantos problemas.

Contó que una de las personas que iba en el carro era una muchacha que viajaba por cuestiones de salud. A ella la metieron en un cuarto aparte y la mujer policía que la revisó encontró en el bolsillo de su cacheta 120 dólares. 

En eso empezó la matraca. La mujer le dijo que eso era para sus exámenes médicos y que no le iba a dar nada. “Salió llorando de ese lugar y nos dijo que nos iban a dejar detenidos. Nos tuvieron ahí como una hora y de tanto mediar nos dejaron continuar”.

Pasadas las 5:00 p. m. llegó a Caracas. Erick se quedó por dos meses y tuvo que regresar a Mérida con la maleta más pesada por la cantidad de tragos amargos que guardó.

Una crisis sobrevenida a menos

Luego del 2017, algo tan fácil como ir una mañana a la frontera a comprar comida y regresar a la capital 24 horas después, se vio trastocado por los altos costos de los pasajes, incluso en dólares, así como la falta de unidades, las fallas de luz en el interior y la poca seguridad ciudadana en las vías.

Desde 2017 el servicio sufre una merma por la escasez y altos costos de insumos y repuestos. Eso dio pie a la especulación en los costos del pasaje y a la desaparición de rutas importantes del transporte, situación que empeoró con la pandemia, aunado al cierre de terminales.

En 2007 había 250.000 unidades urbanas, interurbanas y troncales en todo el país, de esas, 3500 eran vehículos para rutas interurbanas. 10 años después, en 2017, la flota de unidades interurbanas era de 2000. 

Fernando Mora, director del Comando Intergremial de Transporte, informó que en las reuniones que sostienen con el Ejecutivo se estudia la posibilidad de abrir los terminales durante las semanas de flexibilización. 

Nuestro problema es por el cierre de los terminales, no por la gasolina. Operamos con gasoil y ya pasamos al Gobierno un cronograma de las estaciones que deben surtir en todo el país para que las unidades no se queden accidentadas en carretera”.

Da por seguro que esa medida se dará en las próximas semanas y que entre 1200 y 1500 unidades con butacas para viaje estarán disponibles, a fin de atender la demanda actual para poder viajar por el país.

Demanda que también ha ido variando con el paso de la crisis. Es decir, solo viaja el que realmente necesita. “Pagar 300 dólares ida y vuelta para Maracaibo lo hace alguien que va por un negocio. Si nos permiten trabajar, ya los costos bajarán y se frenaría la cadena de especulación. Si se acuerda una tarifa que beneficie a todos, la proyección es que para mediados de 2021 podemos tener recuperadas de 500 a 700 unidades”.

Por ahora, dijo, sus encuestas reflejan que:

  • 75 % de las personas viaja por negocios.
  • 15 % para hacer turismo.
  • 5 % por salud.
  • 5 % son jubilados que van de visita.
El trajín del regreso

Cuando Erick decidió regresar a Mérida, se puso en contacto con un taxi que salía de la plaza Sucre en Catia.

El pasaje eran 100 dólares en efectivo y el chofer aceptó que se los cancelara en el destino. Salió a eso de las 3:00 a. m. y llegó al estado andino a las 3:00 p. m. sorteando 12 alcabalas. 

Pero, esta vez, sí tenía el salvoconducto, al igual que el resto de los pasajeros; menos el chofer, quien lo tenía vencido. En uno de los puntos de control, un policía le quitó los potes de champú al conductor precisamente porque el permiso para viajar por el país no estaba actualizado.

Por el camino Erick se comió el desayuno más caro de su vida. Cuando hicieron parada en Cojedes pidió una arepa y una malta: eso le costó 1,4 millones de bolívares. 

Pagó 200 dólares para ir y venir. Se enfrentó a las alcabalas y a las “vacunas”. Se hizo dos pruebas COVID-19 y ahora, ya en su casa en Mérida, lleva más de ocho días encerrado. Tiene encima a los consejos comunales, de los cuales recibió información de que están molestos porque salió desafiando la cuarentena.

Erick viajó en semanas de radicalización. Eso puso más trabas en la agenda. Viajar por el país no es cosa ahora de aventureros, es cosa de riesgo y saca ronchas. 


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