El aumento del pasaje a 830 pesos chilenos (1,17 dólares) provocó que cientos de liceístas se saltaran en masa, y por varios días, los torniquetes del Metro de Santiago. Pero la jornada del 18 de octubre fue distinta. El presidente Sebastián Piñera ordenó a los carabineros el control de los accesos al sistema, lo que desató el caos en Santiago y otras ciudades.

Santiago de Chile. El estruendo de las cacerolas, las barricadas y una ola de saqueos mataron la vida rutinaria en Santiago. El olor a bomba lacrimógena puso el toque que faltaba para perder la noción de tiempo y espacio. ¿2014? ¿2019? ¿2016? ¿Caracas? ¿Santiago? ¿Troya? Incluso mi mente gatilló los recuerdos de mi niñez en medio del Caracazo.

La imagen de los incendios en el Metro y otras instituciones me reubicó en Santiago. De las 136 estaciones, 118 resultaron dañadas, 25 fueron incendiadas y 7 quedaron calcinadas por completo.

La condena contra los ataques a la infraestructura de la ciudad por parte de la comunidad venezolana fue tan unánime como la decisión de proveerse, por si acaso, de alimentos, agua y velas… el kit básico de supervivencia. Igual surgió la desaprobación a los paisanos que se sumaron a los saqueos.

Para muchos venezolanos el toque de queda era una respuesta previsible y justificable. En las redes sociales un grupo de chilenos afirmaba que la medida es una violación obvia de sus derechos.

Los “milicos” con sus armas dispersaron a la gente. Algunos videos registraron los excesos. Pensé erradamente que la condena, al igual que en Venezuela, iba a ser irrestricta. La disonancia me llevó a leer cuán enquistada está en mis paisanos la opresión luego de vivir bajo el régimen rojo.

“Los militares aquí no actúan. La ballena apenas les echa agua y ya andan llorando. Estaban saqueando y solo echaron unos tiritos al aire”, me dijo Camila Torres, una vecina venezolana en el ascensor de mi edificio.

“Aquí los dejan protestar. Allá estarían los ‘colectivos’ disparando. Está bien que protesten, pero no pueden permitir que destruyan todo. Sacaron a los militares y dicen que es dictadura”, reprochó otro venezolano en el mismo ascensor.

El tema de la violación de los derechos fundamentales gana terreno con el paso de los días. El cese de las medidas excepcionales el 28 de octubre coincide con la llegada de una misión de la alta comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet, al país.

El Instituto Nacional de Derechos Humanos de Chile registró hasta el domingo 27 de octubre un total de 19 personas muertas como consecuencia del estallido, otras 1092 resultaron heridas y 2840 fueron detenidas. El Colegio Médico de Chile informó que 126 personas presentan traumas oculares causados por los uniformados, 24 de ellos tienen pérdida total de la visión.

El Metro fracturó el dique

Tras 30 años de silencio, los chilenos hicieron sentir su descontento general con un sistema que, si bien permitió al país un crecimiento sostenido, concentra los privilegios en un reducido grupo.

Por 14 años, el Fondo Monetario Internacional ubicó a Chile como el país con el mejor ingreso per cápita de América Latina (25.675 dólares hasta 2018). Pero solo 1 % de la población tiene acceso a esos beneficios. La desigualdad y la inequidad hicieron que el país terminara como una represa fisurada y con parches intentando frenar el agua.

La tarifa del Metro se congeló, pero no detuvo el descontento. A diez días del estallido, con un sistema de transporte herido en su espina dorsal, un grupo paga el pasaje y otro se salta los torniquetes y sigue en la calle. Piñera cambió a ocho de sus ministros en busca de oxígeno, pero de las hogueras lo que sale es CO2. Las demandas de solución siguen intactas.

Una prioridad es la reforma del sistema de pensiones. Los ancianos, incluso después de jubilados, siguen trabajando porque la pensión no les alcanza, aun con el anunciado ajuste de 20 %. Se exige su homologación con el salario mínimo, para el que también se pide un ajuste.

Desde 2016 crecieron las protestas contra las AFP (administradoras de fondos de pensiones), creadas en la dictadura pinochetista para recoger el 10 % mensual del sueldo de cada trabajador para luego distribuirlo como pensión.

Por lo menos 26.000 personas murieron en 2018 esperando cirugía. La salud tiene tiempo en jaque. Chile tiene dos sistemas de atención: Fonasa (Fondo Nacional de Salud) que atiende a 80 % de la población y ofrece solo algunos servicios. El otro sistema es privado, Isapres (Instituciones de Salud Previsional) que permite ir a clínicas, con pagos por los servicios.

La educación es un privilegio para pocos. Quienes estudian en instituciones particulares tienen más probabilidades de ingresar en la educación superior. Pero ir a la universidad puede causar una deuda por 20 años. La mayoría recurre al CAE (Carga Anual Equivalente), un crédito para el pago parcial o total de aranceles, con una tasa de 2 % al año. Las demandas incluyen también deudas con el personal docente de básica y media, que paralizó sus actividades por ocho semanas en mayo pasado.

En los últimos días, algunos líderes y analistas políticos han alzado la bandera de la constituyente. En las calles los partidos políticos son casi invisibles. La protesta la hace la gente, con olla y pancarta en mano.

Una de las ofertas de Piñera frente al conflicto es la rebaja de los sueldos de los parlamentarios. El presupuesto de la nación para este año asignó 171 millones de dólares al Congreso. Tres veces más que los 54,3 millones de dólares destinados a la atención de ancianos.

La estatización de recursos como el agua, administrada por mandato constitucional por empresas privadas, los controles a las tarifas del servicio de luz eléctrica, entre otros problemas, también están en el petitorio. Lo del Metro fue la ruptura completa del dique. Los chilenos pujan por construir una nueva represa.

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