La película de Pablo Larraín termina siendo un ejercicio narcisista que pierde fuerza durante su desarrollo.

Caracas. Desde el 15 de septiembre está disponible en Netflix la película El conde, del chileno Pablo Larraín. Es una arriesgada sátira sobre la causa de una de las heridas más recientes de su país: la dictadura de Augusto Pinochet.

Para darle otro tratamiento a ese flagelo, el cineasta cuenta la historia de un vampiro, interpretado por Jaime Vadell. Vive anclado en una mansión en la que pululan los recuerdos del poder perdido. Una familia que se aferra con las uñas al ademán de lo que fue, todopoderosa de un país. 

El conde
La película ganó Mejor Guion en el Festival de Cine de Venecia

El otrora mandamás general es un anciano que deambula en sus aposentos, junto con su esposa Lucia (Gloria Münchmeyer) y su mayordomo Fyodor (Alfredo Castro). De ese trío, solo este último es también vampiro. Ella quiere ser también una bestia, pero él no le ha concedido ese honor. 

Repentinamente aparecen los hijos del matrimonio, interesados más en la herencia del patriarca, que en realidad una dinámica familiar típica.

Pablo Larraín así presenta un ambiente sombrío, derrocha toda esa influencia del cine fantasmagórico. 

En El conde hay criaturas que vuelan en la noche para arrancar corazones en la ciudad. 

El conde
Alfredo Castro interpreta a un misterioso y mortal mayordomo

Pablo Larraín escribió el guion con Guillermo Calderón, con quién ha estrenado obras como El club (2015) y Neruda (2016). 

Sin embargo, además de las actuaciones, lo que más resalta del largometraje es su fotografía, a cargo de Edward Lachman, nominado al Óscar en dos oportunidades por su trabajo en Far from Heaven (2002) y Carol (2015).

La historia tiene momentos brillantes, ese audaz atrevimiento de representar la sordidez pinochetista a través de unos personajes lúgubres, ansiosos de la sangre y anquilosados en pretensiones de una elite a la que pertenecieron. Al final, no hay más nadie alrededor en el solitario paraje en el que conviven, tan solo murmullos que traman planes a espaldas del otro. 

Todo un ambiente ruin bien delineado por los responsables de El conde

Ahora bien, la película trata tanto de subrayar su sátira, y de no dejar cabo suelto en los personajes a desarrollar, que varias veces se desinfla hasta el hastío. Hay toda una dinámica retórica, en volver a lo que ya estaba claro, en machacar ideas resueltas. Como si adentrarse así en un tema espinoso causara el temor de que el mensaje no se entendiera. 

El conde

El conde entonces empieza a confundir. Ya lo había hecho al principio con una narración en off con acento británico que genera las primeras preguntas, más adelante resueltas cuando se exponen los vínculos del Drácula chileno con quien cuenta la historia; en una clara intención de amalgamar personajes históricos para señalar culpables en el contexto histórico, pero que en el papel de la obra lucen tan rebuscados que cansan.

El conde es una película que agota. No tanto por lo que se ve, pues es un ejercicio visual que deslumbra en pantalla, sino por su trama llevada a un extremo tal que termina en un ejercicio que pretende satirizar sin cabo sueltos en su mordida, pero en realidad se pierde en deambulaciones. 

Termina sin la fuerza que promete en su inicio, una sátira que se queda a medias entre la inquina y sus intenciones aleccionadoras. Algunos tendrán sentimientos encontrados, el debate entre el despliegue visual y un guion que se va a la deriva. 

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