San Isidro, el patio trasero de Maracaibo en el que la salud es un lujo y un misterio

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200.000 habitantes de la parroquia ubicada al oeste de Maracaibo están totalmente desasistidos en lo que a salud se refiere. Discapacidades intelectuales, parálisis cerebral y malformaciones son solo algunas de las patologías que sufren los niños de la zona, mientras los ancianos están condenados a morir solos y enfermos.

Maracaibo. Cada día, a las siete de la mañana, Silvia González, de 34 años, emprende su viaje a pie desde su rancho en el barrio Arca de Noé en la parroquia San Isidro. Después de una hora y 11 kilómetros de recorrido, llega a la Curva de Molina en compañía de sus dos hijos, uno de seis años y otro de 15 al que le cuesta caminar. Tiene discapacidad mental y motora.

Este recorrido diario lo hace para conseguir comida, pidiendo en las urbanizaciones cercanas y en el mercado. Afirma que debido a su condición nadie le da trabajo. Ella también nació con discapacidad intelectual.

En las comunidades de San Isidro es difícil saber porqué los niños nacen enfermos. En los centros de salud de la parroquia no hay insumos ni equipos para el control prenatal, ni de ningún otro tipo, por eso la prioridad de todas las familias de esta zona es callar el hambre que les estruja el estómago. “Yo pido para que ellos coman”, dijo Silvia con dificultad.

Auris Díaz, de 50 años, pastora de la iglesia evangélica en la que se congrega Silvia, habló del caso.

Ella es una muchacha con discapacidad y su hijo nació igual. Él no razona, solo se deja llevar. No sabemos a ciencia cierta qué tienen, solo que ambos nacieron así. Aquí la salud es muy precaria”, afirma la religiosa.

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Silvia camina mas de once kilómetros a diario en busca de comida para ella y sus hijos. Dice que por su discapacidad no le dan trabajo. Foto: José Ángel Núñez

Cuando el hambre aprieta, el mayor de los niños golpea su cara. Es duro ver que hay tanto niño especial en la comunidad totalmente desasistido, aquí no hay quien los ayude”, concluyó Auris.

La crisis afecta la salud mental

Unas calles más adelante está Rosa Pineda, con sus 55 años, cuidando de sus nietos. Dos pequeños de 10 y 14 años con parálisis cerebral.  “Desde tres años estoy aquí con mi hija ayudándola con los niños porque el papá los abandonó”, dijo.

Sentada en el patio de la casa a medio terminar explica que: “A los dos les pasó lo mismo, convulsionaron. Antes los podíamos llevar a consulta en el Hospital de Especialidades Pediátricas, pero con la pandemia y la crisis, los doctores se fueron del hospital y no los llevamos más. También suspendimos las terapias porque eran en San Francisco y no teníamos pasajes para ir”.

Esta situación ha llevado a su punto más extremo a Maolis, de 34 años, la madre de los niños, quien hace unos meses tuvo un ataque de ansiedad y cuenta su madre que hasta consideró quitarse la vida.

Ella es una buena madre, pero ahora no quiere lidiar con mis nietos, dice que se cansó. Está deprimida porque no tiene nada que ofrecerles a sus hijos. Por eso fue a la intendencia a decir que se iba a suicidar, porque ya no quería ver más a los niños así”, contó Rosa.

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En San Isidro son muy pocos los que saben sobre la salud mental, las consecuencias de la ansiedad y la depresión. Foto: José Ángel Núñez

Hendrick Fernández, intendente de la parroquia, explicó que en ese momento intentaron calmar a la madre y le brindaron apoyo moral, pero aclaró que están atados de manos porque en su despacho no hay personal para asistir estos casos.

Hace unas semanas Maolis consiguió trabajo en una camaronera y con el apoyo de su familia ha podido ir superando la depresión, aunque sigue siendo duro.

Ella no los trata mal, al contrario, se sienta a su lado a llorar porque está frustrada. Aquí brincamos y saltamos para que los niños coman. Ellos son la prioridad. A veces no tenemos pañales y les ponemos trapos viejos”, siguió contando la abuela.

“¡Ahorita está trabajando! Gracias a Dios consiguió trabajo y libra los fines de semana”, dijo Rosa mientras presentaba a sus nietos, que lucían risueños acostados en la única habitación de la casa.

Ya tenemos tres años que no los llevamos al médico porque no tenemos cómo moverlos. Me preocupa que mi hija diga que se quiere morir porque es la única manera de descansar”, concluyó la mujer antes de despedirse.

Hace mas de dos años que Rosa y su hija no tienen a los niños en control medico. Foto: José Ángel Núñez
La salud se paga con sacrificio

En el barrio 18 de enero de la parroquia San Isidro viven un poco más de 200 familias. En una de esas familias está Mabellys García, de 32 años, con sus siete hijos. La mujer que trabaja limpiando casas en el norte de Maracaibo contó cuánto le ha costado mantener la salud de su hija Franyibet, de dos años, que nació con una malformación anorrectal.

Mi niña nació con el ano sellado, no tiene por donde hacer sus necesidades. Pero aunque hay niños que no nacen con fístula, el caso de ella fue diferente y la tiene al lado del conducto urinario, por ahí hace sus necesidades pero tengo que ponerle una sonda todos los días para ayudarla”, dijo Mabellys.

Hace unas semanas la acumulación de heces complicó el estado de salud de la pequeña, por lo que la operaron de emergencia en el Hospital Universitario de Maracaibo para practicarle una colostomía.

Mabellys está reuniendo para poder operar a su pequeña, faltan dos operaciones para que pueda llevar una vida normal. Foto: José Ángel Núñez

“Fue de emergencia porque tenía acumulación de heces. Ahora le faltan dos operaciones más. La primera es abrir el orificio del ano, esperar que cicatrice y luego unir los conductos para que pueda quedar con su ano normal”.

El peregrinar de Mabellys con su hija no ha sido fácil, dice que ha tenido que trabajar mucho para poder mantener la dieta y los insumos al día. “Tengo que mantener patas de pollo y lentejas que se las licúo con avena o leche. Eso no le puede faltar. No puede comer arroz, plátano, ni yuca, solo cosas suaves como batata, papa y apio”, contó.

Mabellys y su esposo, que trabaja como jardinero, gastan mensualmente 20 dólares en insumos como sondas, vitaminas, antibióticos y alcohol.

Ella sufre mucho de infección en la orina y eso le baja las plaquetas. Antes de salir al trabajo le hago sus cosas para que evacúe hasta que yo vuelva. Mas nadie lo hace, ella depende de mí”, dijo.

Mientras acomodaba los productos de la bolsa del Clap que llegó a la comunidad ese día después de varios meses, la mujer explicó que sostener económicamente una enfermedad así no es fácil porque el trabajo de su esposo es esporádico, por eso ella limpia casas y cuando no sale trabajo se dedica a la manicura.

“Mi esposo se deprime mucho, llora porque no quiere ver a la niña así. Yo me hago la fuerte y tenemos fe en que vamos a salir de esto”.

Mabellys sueña que su hija recupere pronto su salud para que pueda ir a la escuela como sus hermanos, dice que no pierde la fe. Foto: José Ángel Núñez

Franyibet irá con su madre, la primera semana de noviembre, a una nueva cita medica en el quinto piso del universitario para evaluar su estado y programar la siguiente operación. “Ahora tengo que ver qué me piden de insumos y asegurar cosas extra como lo que se gasta diario dentro del hospital”. Se calcula que necesitan aproximadamente 600 dólares para completar las intervenciones.

Mabellys sueña con que su niña pueda superar pronto sus problemas de salud para que pueda ir a la escuela como sus hermanos. Con orgullo dijo que era una niña inteligente y juguetona.

Nosotros haremos lo que sea por ella, no te niego que cuesta, hay que batallar, pero valdrá la pena. A nosotros los pobres solo nos queda luchar”, concluyó.

Soledad que pesa

Ana Dolores González, de 88 años, vive en el barrio Rafael Urdaneta de la misma parroquia. Hace dos años, aproximadamente, se cayó en la cocina de su casa y se le desprendió la vejiga. Además, tiene la cadera abierta y el corazón recrecido. Para caminar se apoya en un palo que hace las veces de bastón, aunque confiesa que evita hacerlo porque debido a la falta de gas en la comunidad estuvo más de un año cocinando con leña y eso la dejó casi ciega.

Desde que murió su esposo, quedó sola. Solo tuvo un hijo que se residenció en Caracas y hace tres meses murió de covid.

El desprendimiento de vejiga no me deja retener la orina, ahora casi no veo porque no tenía para comprar una bombona. Ahorita tengo un primo que me ayuda por lástima, pero él se va para Colombia, me voy a quedar sola y no quiero. Nadie me visita”, dijo la anciana sentada en la sala de su casa.

Dolores, como es conocida en el barrio, a duras penas come con la pensión que le da el Gobierno. Una sobrina también la ayuda y con eso compra las medicinas para el mareo y la tensión. Dice que no recuerda la última vez que fue al médico.

Dolores pasa sus días sola y enferma. Teme morir sin nadie a su lado. Foto: José Ángel Núñez

A pocas cuadras de su casa hay un Centro de Diagnóstico Integral (CDI) que en julio del 2020 fue rehabilitado por el entonces alcalde de Maracaibo, Willy Casanova. Para aquel momento el ayuntamiento informó en transmisión nacional que habían equipado con cinco camas de cuidados intensivos, ocho de hospitalización, laboratorios, rayos X y salas de rehabilitación el centro de salud, además del ambulatorio Simón Bolívar, ubicado a dos kilómetros del CDI Rafael Urdaneta.

“La recuperación incluye la impermeabilización de 2000 metros cuadrados de estructura, climatización, iluminación e intervención en áreas externas. Además, dotamos de insumos y equipos médicos como nebulizadores, máscaras, tensiómetros, dispensadores para higiene de manos y sillas de rueda con una inversión total de 13 mil millones de bolívares”, dijo Casanova en aquella oportunidad.

Dos años más tarde de esa rehabilitación, la realidad es totalmente diferente. “Ahí no hay médicos, cuando se presenta una emergencia en el barrio prácticamente tenemos que tumbar la puerta para que atiendan a uno, aunque no sé qué es peor porque adentro no hay nada. Ese día que vino el alcalde no había terminado bien la transmisión cuando montaron todo lo que trajeron en un camión y se lo llevaron de vuelta. Es mentira. Aquí o comemos o compramos medicinas”, dijo una vecina del CDI.

“La única que me ayuda es Yaida, una vecina”, continuó narrando Dolores. “Yo lo que quiero es compañía, no me quiero morir sola. A veces cuando me caigo logro levantarme porque Muñeca me ayuda, mi perrita, por eso paso la mayor parte del tiempo sentada aquí”, dijo resignada.

Aunque Dolores tiene a pocas cuadras un Centro de Diagnóstico Integral no puede atender su salud porque en el lugar no hay insumos. Foto: José Ángel Núñez

Antes de terminar el recorrido por las comunidades de San Isidro, el intendente de la parroquia, Hendrick Fernández, aseguró que se mantendrá en pie de lucha para lograr ayuda real para todos, lamentó que estas comunidades sigan invisibles y en un estado de vulnerabilidad tan crítico.

El hambre, la salud mental y las enfermedades sin explicación en niños y ancianos de San Isidro acechan sin piedad ante la mirada inerte del gobierno. Sobrevivir y no sucumbir ante la desidia y el abandono es una pelea diaria para cada uno de los 200.000 habitantes de esta parroquia, conocida como el patio trasero de Maracaibo.


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