Los inmigrantes en Venezuela resisten, pero cada día son más quienes deciden retornar a su patria. La insostenibilidad económica los pone a cuestionarse si deben continuar o no en el país que años atrás les prometió una mejor calidad de vida. Hasta 2013 unos 8656 peruanos habían salido de Venezuela, mientras que la población de españoles también mermó. Solo entre 2015 y 2016 se habían ido 22.806. Se estima que aún permanezcan en el país 167.255.

Una encuesta realizada a 100 colombianos del servicio consular de Colombia en Caracas, indicó que 88 % de los consultados tiene intención de retornar en el segundo semestre del año.

Caracas. En un trecho de 40 metros del bulevar Amador Bendayán, en Colegio de Ingenieros, varios ciudadanos de la colonia peruana en el país insisten en ofrecer su comida típica. En cada toldo rojo desteñido por el sol permanece el recuerdo del país que dejaron atrás hace más de 30 años. Hoy, la dificultad para preparar el menú también conlleva el temor de perder la nación que los recibió.

Sobre el mantel bordado con hilos de colores, el arroz con pollo puede suplir al ceviche, las hallacas a la causa limeña y el papelón con limón a la chicha morada. El reemplazo de platos y de ingredientes es una dinámica que han comenzado a utilizar ante la falta de productos importados y el alto costo que tiene adquirirlos.

Estamos haciendo una vida circunstancial de acuerdo con la situación del país, tratando de sobrevivir entre precios excesivos y la escasez. En un país que no es de nosotros, estamos tratando de salir adelante, dice José Rojas, presidente de la Asociación Alameda de Perú.

Hace 25 años, unos 20 comerciantes peruanos se agruparon en esa asociación. La idea, cuenta Daniela González, quien presidió la organización durante siete años, era crear un ambiente familiar y de reencuentro entre la comunidad peruana. Cuenta que, para entonces, había 5000 peruanos en Caracas: “Quisimos tener un lugar de encuentro para sentirnos como en nuestra tierra. Entonces hacíamos platos y bailes típicos. Las cosas, de a poco, han ido desapareciendo, todavía hacemos algunas actividades, pero no como antes”.

Están quedándose solos. Rojas dice que cinco de los 20 puestos que, domingo a domingo, ofrecían comida peruana ya no están. “Se han regresado para el Perú por la situación”. González teme que, poco a poco, se pierda la tradición: “Yo a veces me pregunto qué hago acá. Estoy por mantener a los clientes, las costumbres. Acá vienen también artistas y ministros a comer”.

Pero en los últimos dos años la población visitante se ha reducido, de 400 consumidores, ahora reciben entre 100 y 150. Incluso, son más los venezolanos que acuden que sus compatriotas, en años anteriores sucedía al revés.

“Nos damos cuenta en los platos que salen, en los vasos, en la cantidad de comida que preparamos. No estamos haciendo mucho”, señala González. “Antes no teníamos espacio, esto se ponía full. No se podía pasar por esa calle. Yo, con mis 10 ayudantes, cocinaba hasta 60 kilos de pescado”, sostiene. Ahora cuenta con tres empleados y apenas prepara seis kilos de pescado. Ensalada rusa, pernil, asado negro, también forman parte del menú que ofrece González.

Desde hace un año la distribuidora no nos está trayendo los productos peruanos porque no ha podido importar. Nosotros mismos estamos trayendo las cosas con familiares o estamos pendientes de si hay alguien que viaje a Perú para encargar unos cinco kilos de maíz morado, por ejemplo, explica González.

Su hermano, cuando visita Lima, trae semillas para sembrar el ají con que preparan las salsas picantes, “para no perder la costumbre”, dice González. “Acá todo lo que teníamos antes era peruano, el refresco, hasta las servilletas. Pero por la misma necesidad del país, ya no lo podemos ofrecer”.

González recuerda que con el gobierno de Alan García en Perú vivieron una situación similar a lo que sucede en Venezuela. “No tan fuerte como esta, pero también hubo devaluación, no se encontraban cosas”.

También ellos se van

La crisis se agudiza y el país está próximo a arribar 12 meses en hiperinflación. Hasta agosto, según estimaciones de la Asamblea Nacional, la inflación acumulada fue 34.680,7 %. Esta cifra golpea dramáticamente la vida de nacionales e inmigrantes. La Organización de las Naciones Unidas ha dicho que cerca de 5000 venezolanos cruzan a diario la frontera. “Es el mayor movimiento de población en América Latina en su historia reciente. Más de 2,6 millones de venezolanos están desplazados”, publicó en Twitter el organismo internacional.

Pero no solo los venezolanos escapan. De acuerdo con la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), en 2015 la población inmigrante de Venezuela representaba 4,51 % de la población (1.404.448 extranjeros). Aunque no existen datos de este organismo de la cantidad de retornados, el Instituto Nacional de Estadísticas e Informática de Perú, en su informe de la emigración internacional de peruanos, señala que de los 264.361 peruanos retornados entre 2000-2013, 8656 se encontraban en Venezuela: De 2000 a 2003 fueron 917, de 2004 a 2008 la cifra se elevó a 2426 y de 2009 a 2013 llegó a 5313. De la población de peruanos que vive en el exterior (2.675.791), 2,5 %; es decir, 67.000, residen en Venezuela.

Sobre Ecuador no hay datos oficiales. Sin embargo, en el sitio web del Servicio Ecuatoriano de Capacitación Profesional para el migrante es común leer comentarios de ecuatorianos en Venezuela que piden información para formar parte del programa: “Estimados señores, vivo en Venezuela por más de 33 años y motivado a la situación país por todos conocida, he decidido retornar a mi país Ecuador. Mi profesión es secretaria ejecutiva, poseo una amplia experiencia en cargos gerenciales. Deseo saber en qué forma ustedes me pueden apoyar para posicionarme en una empresa donde pueda aportar mis conocimientos. Mi esposo, de nacionalidad venezolana, es técnico radiólogo con más de 45 años de experiencia. Agradecemos el apoyo que nos dispensen ya que al retornar a Ecuador necesitamos tener nuestros propios ingresos para esta nueva etapa de vida”, se lee.

La OIM indica que, hasta 2015, 36.973 ecuatorianos residían en Venezuela. Esta cifra está muy por debajo de la mencionada por el presidente Nicolás Maduro, quien, el pasado 11 de septiembre, los calculó en 500.000. De hecho, en el Censo Nacional de Población y Vivienda de 2011 solo se contabilizaron 25.012.

La disparidad de las cifras también alcanza a la población de colombianos. Maduro aseguró que en el país hay 5.600.000, pero la OIM indicó en 2015 que había 973.315. Datos del INE en 2011 revelan que eran 721.791.

Lo que sí es un hecho es que los colombianos, al igual que peruanos y ecuatorianos, han decidido volver a su patria. Una fuente dijo a Crónica.Uno que en los últimos dos años ha aumentado la solicitud de trámites —registro civil, pasaportes— en los 15 consulados colombianos que hay en el país, además de la intención de hijos de colombianos de obtener la documentación para salir del país.

Una encuesta realizada a 100 usuarios del servicio consular de Colombia en Caracas indica que 88 % de los consultados tenía intención de retornar en el segundo semestre del año: 91 % señaló que los motivos son inseguridad, escasez de alimentos y medicamentos, desesperanza e incertidumbre.

Sobre la sostenibilidad económica, 36,5 % dijo percibir entre uno y dos dólares al mes, 29,2 % indicó que cinco dólares y solo 24 % más de cinco dólares. El gerente de frontera con Venezuela, Felipe Muñoz, expresó en junio que 250.000 colombianos han retornado desde Venezuela en los últimos 15 meses.

La comunidad española en Venezuela también ha mermado desde 2015, según el Instituto Nacional de Estadística de España. Para entonces era de 190.061 personas. En 2016 llegó a 188.025. En 2017 disminuyó a 180.497. Mientras que en lo que va de año la cifra se ubica en 167.255, número similar a lo registrado en 2010 cuando eran 167.311.

El Ministerio de Trabajo, Migraciones y Seguridad Social de España contabiliza que, desde 2012 hasta 2016, unos 30.691 españoles han solicitado la baja consular en Caracas. Desde 2008 a 2012 lo hicieron 18.280.

La baja consular y la ayuda al migrante retornado consisten en un subsidio que el gobierno de España da a sus nacionales que vuelven sin empleo ni ingresos. Su duración es de seis meses y se puede prorrogar dos veces.

Venezuela ya no es atractiva

El pasado 11 de septiembre, el presidente Nicolás Maduro dijo en el Congreso de la Juventud del PSUV que “30 % de la población que vive en Venezuela es de origen migratorio de todos los continentes”. Según sus estimaciones, que no tienen respaldo en estudios estadísticos, casi nueve millones de personas en el país son extranjeros: 5.600.000 colombianos, 500.000 ecuatorianos, 500.000 peruanos, 400.000 portugueses, 250.000 italianos, 200.000 españoles, 1.000.000 de árabes y más de 500.000 chinos.

Estos números contradicen los datos oficiales del Instituto Nacional de Estadística. El Censo Nacional de Población y Vivienda de 2011 muestra que ese año apenas 4,2 % de la población era extranjera; es decir, 1.156.578 personas.

Datos más recientes, como el de la OIM citado antes, indican que la población inmigrante de Venezuela en 2015 representaba 4,51 % de la población, lo que supone 1.404.448 extranjeros.

Es imposible que desde 2011 hasta 2018 haya crecido la población en tanto volumen como lo indica Maduro, destaca Claudia Vargas, profesora de la Universidad Simón Bolívar y especialista en migración. Y más en un contexto marcado por el mayor éxodo registrado en América Latina.

Para Emilio Osorio, profesor universitario y especialista en estudios de población, los datos citados por Maduro pueden incluir los ascendentes y descendientes de dos y tres generaciones: “La idea de ellos es demostrar que Venezuela sigue siendo atractiva para los migrantes”.

El ministro de Comunicación e Información, Jorge Rodríguez, señaló en una rueda de prensa en el Palacio de Miraflores, el pasado 10 de septiembre, que de los 5.600.000 de colombianos en Venezuela, 4,1 % viven en el Barrio José Félix Ribas de Petare; es decir, 229.600 colombianos. Sin embargo, el censo de 2011 apunta que en todo Distrito Capital vivían 121.424 extranjeros. De estos, 55.650 son colombianos.

Vargas sostiene que, a nivel de opinión pública, el Gobierno se siente presionado ante el fenómeno migratorio. “La emigración de venezolanos ha dado un mensaje en la región dada la rapidez y el volumen con que se están desplazando las personas. Esto ha generado una alerta. Precisamente, cuando Maduro habla de inmigrantes se refiere a esos países, Colombia, Perú, para contrarrestar la migración de venezolanos con la población extranjera en Venezuela”.

Explica que, ante la complejidad de las condiciones internas del país, “muchos extranjeros han decidido salir por las mismas razones que los venezolanos han salido”.

Tres voces, tres acentos

Luis Oswaldo Torres

“La única manera en que puedo contribuir con Venezuela es trabajando”

Luis Oswaldo Torres, 64 años de edad.

Quito, Ecuador.

Hacer carteras no era la mío. Tampoco soñé con una fábrica. Con el paso del tiempo me di cuenta de que en este país sí se podía. Hablo de hace 40 años, cuando esto era una belleza. Llegué a Venezuela en un vuelo Quito-Caracas. Era el año 1975 y yo tenía 20 años de edad. No me vine por emigrar, sino por amor. Mi novia, también ecuatoriana, ya tenía ocho meses aquí desde que su prima la trajo. A mí me gustaba mucho ella, el país también me gustó. Por eso, cuando la muchacha terminó conmigo, no quise regresar a Ecuador.

Yo vivía en una habitación en El Silencio, no conocía a nadie. Trabajaba en una panadería cargando sacos de harina. Siempre he dicho que todo ya está escrito y mi historia en Caracas también lo estaba. Al tiempo conocí a un amigo ecuatoriano que cosía bolsitos y me invitó a su taller para enseñarme. Por él, conocí a quien es hoy mi esposa.

Un día me dijo para ir a conocer a una muchacha llamada Rosa. Y qué coincidencia, ella también era ecuatoriana. Yo soy de apellido Torres y ella también lo era. Así fue como después de unos seis años de estar en Venezuela me volví a enamorar.

Juntos logramos grandes cosas. Fue Rosa quien me presentó a unos amigos judíos que estaban interesados en poner una fábrica de carteras. Me preguntaron que si yo quería formar una sociedad: ¡Una empresa! Conocían mi posición, yo no tenía el dinero y aun así me hicieron socio con 33 % de las acciones. Ellos, el administrador y el vendedor, compraron la maquinaria y todo lo demás. Yo era quien producía y diseñaba. Con mi trabajo pude pagar las acciones en cuatro años.

Estuve con ellos durante 15 años, aprendí muchísimo y ellos aprendieron de mí. Así llegó el momento de que yo tuviese mi propia fábrica. Me fijé que la mujer venezolana es muy creativa y le gusta andar bien vestida. Combina la cartera con el color de los zapatos, eso me llamó la atención.

Fue en 1996 cuando conseguí un local en la esquina Chimborazo de La Candelaria. Inauguré mi fábrica y la llamé Emy Diseños. Allí di empleo a 17 personas, quienes con tres máquinas y una troqueladora producían 100 bolsos semanales; es decir, 400 productos al mes. Las ventas que hacíamos eran para grandes tiendas por departamento. Comprábamos el semicuero por rollos, cientos de cierres, hebillas y forros. Teníamos todo.

Pero no todo era trabajar. Podíamos ir a pasear en familia cada mes a Margarita o La Guaira. Hablo de hace 40 años, ahorita es imposible montar una fábrica. Yo mismo he dejado de producir, tan solo hago reparaciones de bolsos, morrales, carteras. Lamentablemente, en la situación en que estamos no se puede hacer más. Mis clientes, a quienes les vendía al mayor, han cerrado o quebraron.

De tener 17 obreros, pasé a tener solo uno. Tampoco produzco ni la décima parte, apenas unos 50 bolsos al mes. Fabrico siempre y cuando la persona traiga el material. Imagínate, si no hay venta, cómo tengo empleados.

Tengo dos años sin diseñar ni fabricar. Ahí está la máquina parada, en el local no hay nada. Con el tiempo me di cuenta de que cada vez que iba a comprar el material no lograba completar la lista de lo que necesitaba ni adquirir lo que yo quería. Tenía que comprar solo lo que los proveedores tenían, porque ellos tampoco podían importar. Del material que compraba por rollos —uno por color— ahora compro dos metros por color: marrón y negro. Ahí supe que ya no podía hacer más.

Cuando vivía en Ecuador mi país estaba atrasado. En cambio, Venezuela pintaba como una nación que iba en progreso. Aquí había trabajo, pero hoy todo ha cambiado. Con esta ideología que está planteada se ha ido perdiendo mucho la inversión y un país se levanta con inversión privada. Me duele ver a tantas personas que vienen a pedirme empleo, pero cómo los ayudo si la maquinaria está parada porque no tengo material.

El obrero también cambió. Cuando comenzó a ver los regalos del Gobierno ya no le ponía empeño al trabajo, todo lo quería fácil y así no se logran las cosas. Yo no comparto esa ideología de izquierda ni de derecha, yo comparto que, ‘si usted no produce, no le va bien’.

Siempre lo he dicho, yo no voy a dar el brazo a torcer. No lo voy a dar, primero porque este es mi país. Mis tres hijos me han dicho que me vaya a Ecuador, pero qué voy a hacer allá. Empezar a hacer qué. Dos de ellos ya se fueron, a Santiago de Chile y a Quito.

Yo tengo fe, la tengo desde hace 20 años, que esto va a cambiar y yo podré volver a fabricar. Quizá ya no con la misma perseverancia, pero sí volvería a producir. Sigo en la lucha porque ya que tengo una fábrica, no la no quiero perder. La única manera de contribuir con Venezuela es trabajando.

“Lo de antes, lo que yo viví aquí, ya no está”

Esperanza Marcucci, 55 años de edad.

Cúcuta, Colombia.

Esperanza Marcucci,

Al levantarme doy gracias a mi Dios por el nuevo día, porque tengo vida y puedo trabajar. Pero al salir de la casa vuelvo a mirar la realidad, me doy cuenta de que esto no era lo que yo quería. Lo de antes, lo que yo viví aquí, ya no está. Hace 30 años, cuando me trajo a Venezuela el papá de mi hija —él es venezolano— me decían que Caracas era una ciudad muy bonita.

Al año de haber migrado me metí un susto con ese Caracazo. Sentí mucho miedo. Me quería regresar, pero cuando uno se enamora, se ciega. Me preguntaba si eso iba a ser así siempre, solo me dijeron que fue un problema con el gobierno. Después de ahí la vida en Caracas continuó normal, digo yo.

La ciudad me gustaba. Recuerdo que yo agarraba mi bolsito y me iba tranquila caminando por La Vega. Los sábados usted iba al supermercado y compraba lo que quisiera. Uno decía me gusta esta marca, esta y esta, podía elegir. La vida de ahorita no es como la de antes, cuando en el barrio se botaba la casa por la ventana. No se puede hacer ni una sopita y llevarle al vecino.

En la calle se camina mirando hacia atrás y hacia adelante porque piensas que te van a robar. La comida, el transporte, por todo hay problemas. Hay que hacer colas para comprar lo que haya, eso si es que los productos alcanzan para todos.

Desde hace dos años para acá he sentido todo esto durísimo: fui al médico y me mandaron unas medicinas. Si las consigo, a qué precio hay que pagarlas, y si no, pues no me las tomo. Entonces para qué va uno al doctor. Las pastillas para la tensión no las volví a ver. Ahora me tomo un té de mata de guanábana que dicen que controla la presión.

Vivo en La Vega, parte alta, sector Las Torres. Para llegar a mi trabajo tengo que agarrar una camioneta de Las Torres a Las Casitas, hasta allí son dos bolívares soberanos. De las Casitas a La Vega, dos bolívares soberanos más. Luego, un bolívar soberano hasta el centro de Caracas. Para subir la misma rutina.

Hasta conseguir un boleto de avión es casi imposible. En julio de 2017 murió mi mamá y yo no pude ir al entierro en Cúcuta. No había pasaje y la frontera estaba cerrada por las elecciones de la Constituyente. Esa fue una rabia que agarré porque no alcancé a ver a mi mamá.

Siempre me preguntan que por qué no me voy si yo tengo familia y casa allá. Digo que sí me quiero ir, luego que mejor no. Aquí fue donde hice mi vida, a pesar de que desde hace siete años ya no estoy con mi pareja. Tengo 30 años acá, aquí tengo a mi hija de 25 años de edad y a mi nieto. Ellos son quienes me amarran a Venezuela, mi logro más importante.

Mi hija me dice que si yo me quiero ir, que me adelante mientras ella termina la universidad. Que luego se iría con el hijo y el esposo. Aun así, yo no voy a estar tranquila, porque tendré un plato de comida y no sé si ellos podrán comer. Estando aquí puedo subirles algo de comidita.

Su esposo trabaja, pero la situación del país es difícil. No tenían el dinero, por ejemplo, para comprar los útiles escolares del niño. Les dije que se los prestaría.

Sí presiento que voy a volver a mi país, tarde o cualquier día, pero voy a volver. Lo añoro mucho. A veces uno se arrepiente de no irse. Mi hermana me llama y me dice que me vaya, siempre me pregunta que si estoy comiendo. Sé que se preocupan. Pero como digo yo, si se hunde el barco, se hunde con todos.

Yo aguantaré hasta el día en que ya no pueda más. Resisto por mi hija y mi nieto. Sé que tengo que regresar a mi tierra. Como dice mi nombre, tengo la esperanza de volver, pero también de que Venezuela vuelva al ser el país que viví.

“No puedo deshacerme de mis cosas otra vez y empezar de nuevo”

Ana Figueroa, 54 años de edad.

Lima, Perú.

Ana Figueroa

Con esta crisis ya son tantos peruanos que se han ido de Caracas y nosotros nos queremos quedar. El mundo es un círculo que da vueltas, ahora le toca vivir así a Venezuela. Yo no sé si de aquí a unos años serán colombianos, chilenos o mis paisanos peruanos quienes también cruzarán las fronteras. Lo que sí sé es que el progreso y futuro de un país es trabajar y trabajar.

Así, domingo a domingo, durante ya casi 30 años, hemos construido lo que tenemos. Hoy las dificultades son mayores para continuar adelante. Cuando llegamos a Venezuela —estaba por finalizar en Perú el gobierno de Alán García— nos invadió la tristeza. No teníamos nada, ni familia: dejé a mis padres y hermanos, eso dolía. No estaba sola, vine con mi pareja, Julián. Si tocaba llorar, llorábamos. La tristeza la pasábamos juntos. Eso nos hizo agarrar fuerza para trabajar, luchar y valorar lo que conseguíamos.

Hoy las dificultades son otras, pero seguimos juntos y con dos hijas profesionales. Entre los cuatro sostenemos nuestro restaurante El Pejerrey. Para nosotros es una travesía más buscar y conseguir los ingredientes para la comida típica peruana.

Las ventas han caído 70 %. Hace 30 años en Venezuela el salario alcanzaba para desayunar, almorzar y cenar en la calle. Alcanzaba para comprarse un chocolate o un postre, pero ahora no. Esto era lo que pasaba en Perú para entonces, las cosas estaban muy costosas, pero algo se podía conseguir. Aquí, caro o barato, simplemente no hay.

Desde hace más de tres meses todo se ha puesto aún más difícil con los alimentos. El pescado ya no es de la misma calidad, el ceviche solo lo podemos hacer el viernes y el sábado. En realidad, hemos dejado de hacer muchas cosas: la causa, la papa rellena, el cau cau, el sudado, la chicha morada. Hace cinco años, cuando abrimos, ese menú era nuestra razón de ser. Lo servíamos todos los días.

No hemos tenido variedad porque cuesta conseguir los ingredientes, que son importados. Trabajamos con lo que tenemos, pero hasta allí. Para las salsas picantes no tenemos el ají amarillo. Lo trato de sustituir por ají dulce y ajo, pero no queda igual.

Eso baja la calidad del menú. La papa está muy costosa, también el atún, en ocasiones no se consigue. El ceviche ya no es con papa sino con yuca. La salsa de la papa a la huancaína también. Los clientes entienden, dicen que “estamos en Venezuela”. Ahora ofrecemos milanesas, arroz, pollo guisado, ensalada y té. Algo tenemos que poner en las bandejas.

Este restaurante no fue nuestro primer negocio, pero el camino para llegar a tenerlo ha sido de mucha constancia, privacidad. Luego de ocho días de viaje por tierra para llegar a Caracas, lo primero que hicimos fue buscar trabajo.

Vivíamos en una pensión en La Candelaria y yo comencé a trabajar en una consejería. Soy educadora y tenía mi trabajo en Lima, pero Julián no. El problema de mi país era el empleo, los contratos duraban tres meses y, al terminarse, tenías que buscar otro. Los servicios también eran muy costosos.

Dejamos los anillos en Perú y nos vinimos a Caracas. Queríamos casarnos, pero nos decían que así era más difícil para sacar los papeles en Venezuela. Entonces Julián solo pidió mi mano, nos hicieron una despedida y nos vinimos a probar suerte.

Y la fortuna nos llegó en la Cota Mil. Recuerdo que salí a caminar con unas amigas y pensé que podría tener un puestico en el lugar. Le pregunté a una vendedora por los requisitos para hacerlo, me dijo que solo debía ponerme allí y dejar todo limpio al irme.

Comenzamos a vender jugos los domingos, durante 29 años. Dejé la conserjería y entonces también vendía tortas, comida peruana. Nos iba muy bien, hasta nos llamaban para hacernos encargos. Luego vendimos pastelitos como pan caliente. Nos parábamos a las 3:00 a. m. a freírlos y a las 5:30 a. m. nos llevaba un taxi a la Cota Mil.

Allí mismo conocimos a la persona que nos ofreció un espacio en un centro comercial de la avenida Universidad. Fue un día de lluvia. Él era un cliente y nos compraba jugo todos los domingos. Le dije que se pusiera debajo del toldo para que no se mojara. Me preguntó que por qué no lo ampliaba, le respondí que no lograba conseguir una lona más grande.

Gracias a él montamos, primero, una frutería; luego, una venta de chucherías y, hace cinco años, el restaurante de comida peruana El Pejerrey. No nos podemos quejar de Venezuela ni de los venezolanos. Nunca nos trataron mal, tampoco nos portamos mal. Nuestro objetivo siempre fue ver hacia adelante, caminar hacia el progreso, vivir un poquito mejor.

Acá por el momento no hay futuro para la juventud, tienen que pasar muchos años. Es muy triste que un país como Venezuela esté pasando por esto. Se está cayendo a pedazos y su gente se está yendo porque están minimizadas las oportunidades, la libertad. Todo por ciertos factores políticos e ideológicos. Un resentimiento social tomó el poder para vengarse. No se dan cuenta del daño que hacen a la nación.

Mi familia en Perú, al ver una noticia sobre Venezuela, llama, el teléfono parece reventar. Preguntan que por qué no nos regresamos. Les digo que no puedo deshacerme de mis cosas otra vez y empezar de nuevo. ¿A quién le vendo esto? No es por el dinero, sino por los años de trabajo que esto vale.

El futuro es para los jóvenes, así como mis hijas. Si ellas se quieren ir, las apoyaré porque necesitan vivir su vida. Que vayan a explotar su juventud, así como lo hicimos nosotros. Julián y yo hemos decidido quedarnos hasta las últimas consecuencias. Hemos apostado y seguiremos apostando.


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