En busca de arrendamientos más económicos, los venezolanos que migran avanzan hasta los asentamientos informales ubicados en las periferias de las ciudades de Colombia. En estas comunidades conviven con desplazados colombianos víctimas del conflicto armado. En La Fortaleza, en Cúcuta, viven 800 familias, de las cuales 300 son venezolanas. La falta de servicios básicos y acceso legal a la tierra pone a estas personas en zona de riesgo.

Caracas. A un costado del Anillo Vial Occidental de la ciudad colombiana San José de Cúcuta hay un cruce a la derecha que lleva a La Fortaleza. Muchos migrantes venezolanos emprenden —desde el Puente Internacional Simón Bolívar— 19,4 kilómetros en su búsqueda.

A su paso los morrales tricolores que desfilan avivan un terreno cálido y habitado en su mayoría por desplazados colombianos tras el conflicto armado. Un trabajo de 2017 del Grupo de Investigación Prospectiva y Desarrollo Humano y el Consultorio Jurídico de la Universidad Libre Seccional Cúcuta reveló en una encuesta a 187 habitantes de esa comunidad, que 43,08% son víctimas de desplazamiento forzado.

Hace aproximadamente nueve años La Fortaleza se convirtió en un asentamiento humano que se formó en un terreno privado en la periferia de la ciudad, en el cual 1000 personas vivían en condiciones precarias.

Los venezolanos también han llegado a La Fortaleza para, sobre caminos de tierra cobriza, láminas de zinc atadas con alambres y presionadas por piedras, levantar un nuevo hogar. Quizás estos lotes, como ellos les llaman, no tengan la solidez de la casa que dejaron en Venezuela, pero sí la estabilidad para retomar la vida que no les fue posible kilómetros atrás.

Juan de Dios Campos, quien tiene 8 años viviendo en La Fortaleza, cuenta que todos los días llegan venezolanos preguntando por un lotecito para alquilar. Dice que desde hace dos años se veían algunos migrantes en la zona, pero para el año pasado ya eran muchos más. Cree que en La Fortaleza puede haber 1300 lotes, pero desconoce cuántos puedan estar ocupados por venezolanos.

Asentamientos informales
La Fortaleza tiene 10 sectores, donde viven 800 familias, 300 de esas, son venezolanas. En esta casa viven 10 personas. Llegaron el 23 de enero al asentamiento. Foto: Luis Morillo.

Tomar la decisión de vivir en la informalidad, en una periferia, en un asentamiento donde ocho familias o más conviven de manera contigua —según la definición para El Programa Techosin acceso legal a la tierra o a servicios públicos, visibiliza la emergencia humanitaria compleja de la cual los venezolanos huyen para asentarse en comunidades colombianas.

Heydi Dayana Lemus, Cruz de Lina Celis y Katiuska del Valle Briceño forman parte de dos de tres familias venezolanas que se conocieron en un refugio en Cúcuta y desde hace tres meses viven juntas en un mismo lote en La Fortaleza. En total 10 personas comparten un mismo espacio: 5 mujeres y 5 niños.

El Servicio Jesuita a Refugiados Colombia (JRS) comenzó a notar la llegada de venezolanos desde 2014. Para entonces, se trataba de pequeñas familias: En este momento hay una llegada masiva de población venezolana, dijo Oscar Calderón, coordinador regional del equipo Norte de Santander.

El Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur) registraba, el 20 de mayo, un total de 3,9 millones venezolanos refugiados y migrantes en el mundo, de los cuales, 3,1 millones están en América Latina y el Caribe. De esos, solo 1.459.426 tienen estatus regular, incluyendo permisos de residencia. Según Migración Colombia 1.260.000 venezolanos se encuentran radicados en territorio colombiano.

Asentamientos informales
En La Fortaleza no cuentan con agua corriente. Tienen un sistema artesanal a través de mangueras donde se surten de agua. Foto: Luis Morillo.

Datos del Programa Techo Colombia —organización que trabaja por la superación de la pobreza y el desarrollo del hábitat— señalan que en La Fortaleza hay 10 sectores y un total de 800 familias, de las cuales, 300 son venezolanas y, otro tanto, retornados colombianos.

Desde 2006 trabajan con asentamientos ubicados en Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla y Cartagena. En abril, junto a la Fundación Rita, estuvieron en ocho comunidades de Cúcuta para desarrollar proyectos en esas localidades.

La ONU estima que 104 millones de latinoamericanos viven en asentamientos en situación de pobreza. Estas poblaciones deben subsistir por sus propios medios, con la constante vulneración de sus derechos y la desgastante prueba a su capacidad de resiliencia, considera el Programa Techo Colombia.

Asentamiento informales
Esta zona funciona como baño y cocina para las tres familias. Foto: Luis Morillo.

En 2015 esta plataforma, con presencia en 19 países, contabilizó en Bogotá 125 asentamientos humanos. Lina Ontibon, directora social del Programa Techo, dice que el país no cuenta con cifras oficiales sobre la cantidad exacta, sin embargo, destaca que la organización mantiene actividad en al menos 50 asentamientos informales.

Ontibon expresa que la formalización de un asentamiento tiene que ver con los planes de ordenamiento territorial. Explica que hay demora en las legalizaciones porque no se tienen los recursos para llevar el acueducto ni el alcantarillado, pavimentar las vías ni suplir todas las necesidades como asentamiento legalizado.

Asentamientos informales
Cruz de Lina Celis tiene 71 años de edad y es colombiana retornada. Vivió durante 51 años en Venezuela. Hace un año llegó a Cúcuta con su nieta Heydi Lemus. Foto: Luis Morillo.

La presencia de venezolanos en estas comunidades aumenta. En el municipio Soacha, aledaño a Bogotá, por iniciativa de los líderes comunitarios realizaron un censo en diciembre del año pasado: En Rincón del Lago, Buenos Aires, San Rafael y Los Pinos registraron a 143 migrantes venezolanos.

En esas cuatro comunidades pueden vivir 800 familias; 143 habitantes venezolanos es un número pequeño, pero empieza a ser significativo con el paso del tiempo, advierte Ontibon.

Allí encontramos un promedio de 6 habitantes por vivienda. Es algo que hemos visto mucho, no solo en Bogotá, sino en todos los asentamientos donde se están ubicando. Alquilan una casa y la comparten, agrega.

Después de cruzar la frontera los venezolanos buscan conseguir arriendos más económicos, las periferias son una opción. Alquilar un lote vale aproximadamente 200.000 pesos.

Asentamientos informales
En los lotes el piso es de tierra, allí duermen los migrantes sobre sábanas. Tampoco cuentan con baño ni cocina. La niña tiene un año y se llama Escarli Lemus. Foto: Luis Morillo

Ontibon cuenta que en La Fortaleza un lote de tamaño regular podría costar 1.000.000 de pesos, unos 350 dólares. Otros pueden alcanzar los 3.000 dólares si están ubicados en la parte baja del barrio.

El JRS en Norte de Santander contabilizó que 2.000 venezolanos vivían en la calle ante la imposibilidad de pagar un alquiler. Calderón explica que estas personas vieron en las zonas marginales la posibilidad de vivir y no pagar arriendo.

Generalmente 50% de las familias, según el Programa Techo Colombia, no tienen acceso legal a la tierra. Algunos asentamientos se regularizan vía negociaciones de la comunidad con los propietarios, al momento, no es el caso de La Fortaleza.

En muchos asentamientos lo que sucede es que el dueño ha permitido el ingreso de familias, hay una situación de irregularidad, de informalidad en la tenencia de la tierra, mas no necesariamente de ilegalidad, aclara Ontibon.

El Programa Techo antes de construir viviendas en La Fortaleza quieren asegurar la legalidad en la tenencia de la tierra. “Hay que ver qué va a pasar a nivel legal y ordenamiento territorial en La Fortaleza”, sostiene Ontibon.

Asentamientos informales
Tampoco tienen muebles para guardar las cosas, donde sentarse ni dormir. Foto: Luis Morillo.

Población en riesgo

En los asentamientos se vive en emergencia. Ontibon aclara que no está vinculada con la llegada de venezolanos aunque se trata de una situación “que más bien resalta” la precariedad en que vive la comunidad.

El riesgo tanto para venezolanos como colombianos es latente. Calderón destaca que están expuestos a posibles desastres naturales por el tipo de terreno y que los asentamientos carecen de inversión pública en servicios de salud y educación,. Además, sus habitantes deben lidiar con vías precarias y ausencia de alcantarillados y de agua potable.

Son asentamientos en los que estos servicios no están garantizados, las personas transportan el agua desde muchos lugares o es un sistema artesanal de mangueras que no corresponde a un acceso seguro, dice Calderón.

Asetnamientos informales
La Fortaleza está ubicada en el Anillo Vial Occidental de Cúcuta, a más de 19 kilómetros del Puente Internacional Simón Bolívar. Foto: Luis Morillo.

En los asentamientos la presencia de niños desescolarizados es alta, asevera Calderón, ya sea por servicios educativos colapsados o la falta de infraestructura. Piensa que ante la alta vulnerabilidad de la familia migrante, “el acceso a la educación pareciera no ser una  prioridad en medio de la necesidad de buscar agua, comida, rebusque”.

En La Fortaleza, 42 niños venezolanos, entre 4 y 14 años de edad, reciben clases es un espacio habilitado en el Centro Misionero Nueva Vida Misericordia Cada Día.

“Cuentan con tres profesoras que vienen de Venezuela que les dan clases. Son chicos que no han podido normalizarse en cupos escolares porque están desnivelados”, cuenta Ontibon.

Allí también sirven 300 almuerzos diarios a venezolanos y colombianos. La Central de Abastos de Cúcuta colabora con verduras y el Programa Mundial de Alimentos, a través de la Casa de Paso Divina Providencia, destina víveres. El lugar es atendido por las religiosas Gloria Patricia Celis y Martha Celis, pertenecientes a la Comunidad Misioneras de la Nueva Vida.

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300 venezolanos y colombianos retornados reciben almuerzos diarios en este centro. Foto: Luis Morillo.

Al Programa Techo le interesa fortalecer el proyecto de estas hermanas, apoyar la infraestructura del aula de clases. También esperan poder contribuir con las Naciones Unidas en la construcción de los salones para los puntos de atención al migrante ubicados en los puentes internacionales.

Por último, evaluar la posibilidad de construir viviendas en los asentamientos sin discriminar si son familias venezolanas o colombianas. La organización depende de las donaciones para ejecutar los proyectos.

“Aquí puedo darle suficiente comida a mi hija”

Heydi Dayana Lemus es una venezolana del estado Trujillo. Llegó a Colombia hace un año. Tiene 19 años de edad y una hija de un año de edad:

“Mi abuela siempre me ha dicho que uno puede aguantar hambre, pero la criatura no. Ella me animó a que me viniera a Cúcuta, ella es de aquí. Me ha ido bien, muchos me han dado la mano. Si me hace falta algo, tengo también la posibilidad de conseguirlo, en Venezuela no.

Cuando llegué la niña tenía seis meses. Cumplió el año el 8 de noviembre y pude celebrárselo. En Venezuela aunque me rebuscara limpiando casas, solo podía darle de comer a la hija mía y a mi abuela. Si alcanzaba, comía yo.

Por eso sufro de gastritis, de aguantar hambre. Al no comer me comenzaba a doler en la boca del estómago. Era algo que daba la vuelta a toda la barriga y llegaba otra vez a la boca del estómago. Me quedaba quietecita para que se me pudiera pasar.

Asentamiento informal
Heydi Lemus con su hija Escarli Lemus.

Yo siento que aquí es igual que en Venezuela, solo que puedo darle suficiente comida a ellas. Sigo limpiando casas y agarro trabajitos que salen por ahí. Así fue que reuní las cositas para celebrarle el cumpleaños a la niña, no fue una cosa grande como uno está acostumbrado, pero se lo celebré.

Miro a la niña y la veo más gordita. Cuando me la traje estaba flaca, flaca. Recuerdo que me pedía comida porque con el pecho ya no era suficiente. Entonces le hacía sopita, licuado con algunas verduras de la siembra que teníamos. Cosechábamos tomates, cilantro de monte, yuca, parchitas, topocho, cambures y aguacates.

No digo que no me sienta mejor acá, claro que sí, vuelvo a comer como lo hacíamos antes. Pero no es fácil. Estamos cocinando en fogón, entre las tres familias queremos comprar una estufa y una bombona. Tampoco tenemos nevera, entonces si vamos a comprar carne la preparamos de una vez. Agarramos la mitad para el mediodía y la otra en la cena.

Las tres familias nos conocimos en un refugio ubicado en el barrio Pescadero. Decidimos salir a buscar donde vivir en una zona económica. Al final nos prestaron este lote. Nos dieron la casa al cuido y nos mudamos el 23 de enero.

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Heydi Lemus tiene 19 años de edad. Llegó a Colombia hace un año. Espero poder regresar a Venezuela. Foto: Luis Morillo.

Dicen que el espacio es pequeño para más de diez personas, pero nos acomodamos. Yo duermo aquí, pongo una bolsa y encima sábana por sábana. A mi abuela se las pongo bien acolchonadito y la niña duerme en una colchoneta. Las otras dos familias duermen del otro lado, también en el piso.

Mi casa aunque tiene piso de cemento, aquí con tierrita y todo, estamos bien. A veces veo esto como un sacrificio, como una prueba que Dios me pone en el camino. Solo digo que si mi país se vuelve a recomponer me voy a mi casa, a mis comodidades.

“Por mis hijos hago lo que sea”

Katiuska del Valle Briceño es una migrante venezolana de Valencia, Carabobo. Llegó a Cúcuta en octubre de 2018. Tiene tres hijos:

“Yo soy comerciante, acostumbrada a trabajar. En Venezuela vendía cocada, agua, café, pero con todo y eso, no me daba la base para comprar un kilo de harina. Los muchachitos ya estaban aburridos de comer yuca y granos. Sentí que no podía seguir así. Los dejé a ellos con mi mamá, también dejé mis cosas, que tanta falta me hacen aquí. No tenemos nevera, cama, corotos. Pero al menos ya me pude traer a mis hijos.

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Katiuska tiene tres hijos: Krisbel de 4 años, Kristal de un años y Keyber de 6 años. Foto: Luis Morillo.

Yo cada quince días viajaba a Venezuela y les llevaba un saco de comida. Me iba muy bien, pero no sé qué pasó que desde que comenzó el año las cosas para trabajar se han puesto duras. Comencé hace unas semanas a reciclar, metiendo la mano en la basura para buscar potes y cartones. Camino todo eso hasta llegar al centro.

El primer día cuando metí la mano en la basura tenía ganas de llorar, me sentía chiquitica. No estoy acostumbrada a eso, pero por mis hijos hago lo que sea. Con lo que hago, puedo comprar huevos y harina, con eso les dejo el desayuno a los niños. Me pagan 200 pesos por el cartón y 700 pesos por el papel plástico. Con eso también puedo comprar un poquito de pollo y carne.

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Katiuska sale todas las mañanas a recoger plástico y cartón. Con lo que gana puede comprar la comida del día. Foto: Luis Morillo.

Yo no me siento cansada ni me quedo paralizada. Tenía tres termos para vender café, pero como no tengo bombona no lo puedo preparar. Me cobraban 2000 pesos por hacérmelo, para pagar eso, prefiero comprar una harina.

Quiero estar mi país, que se acomode para yo irme. Allá tengo mi casa, mi vida.


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