La resiliencia está presente todas las noches, pese a la oscuridad y el silencio en las calles donde asoman algunas risas de quienes se acompañan en las estaciones de servicio, tratando de vislumbrar cuándo terminará el tormento. Cargar gasolina es una odisea para unos y una mina de oro para otros. No te pierdas el registro fotográfico de Crónica.Uno.
Caracas. Pasta con salsa y agua para beber es lo que se lleva Wilfredo Arismendi, de 42 años, para campear la cola que comienza a hacer a las 9:00 p. m. en un puesto que aparta desde las 4:00 p. m. gracias a un amigo que no le cobra.
Desde el año pasado sufre de los riñones y por eso debe llevar dos almohadas para soportar la incomodidad del carro, donde pasa 12 horas de su vida para cargar el tanque de gasolina.
Desde el año 2016 los venezolanos han tenido que lidiar con calamidades como la escasez de insumos médicos y la deficiencia de servicios públicos, a lo que se sumó la pandemia de coronavirus en 2020. La emergencia humanitaria compleja que azotaba al país se exacerbó con la COVID-19, que terminó de colapsar el ya malogrado sistema hospitalario del país. Por otro lado, los problemas de falta de combustible se han seguido agravando. El gobierno de Maduro señala como causa principal de esto las sanciones impuestas por EE. UU., aunque otros aseguran que esta dificultad para cubrir la demanda se debe a la inoperancia de las refinerías.
En principio, la escasez de gasolina comenzó a notarse en los demás estados, siendo la capital la última en verse afectada. Fallas de distribución eran subsanadas prontamente, colas repentinas que duraban algunas horas se desvanecían para el día siguiente. Esta situación fue intensificándose con la llegada del covid, obligando a los caraqueños a pernoctar en colas desde el día anterior.
“Vamos a morir como los árboles, de pie”
La odisea de Alirio González, mecánico de aviación de 83 años de edad, empieza desde las 11:00 a. m. del día anterior en la cola para cargar gasolina. Si tiene suerte, logra llenar el tanque con 20 litros a las 9:00 a. m. del día siguiente. Esta rutina la cumple de forma semanal ahora que se dedica a hacer traslados con su vehículo. “Éramos felices y no lo sabíamos, nos quejábamos de la 4ta República, y éramos clase media en ese entonces los de abajo”.
A pesar de todo, hay quienes se adaptan y tratan de sacar provecho de la pesadilla: algunos se dedican a apartar puestos, ya que obtienen más que con un salario mínimo (Bs. 7.000.000), $3 un puesto y dos por $5 (teniendo 15 puestos por día equivale como mínimo a $45); al tiempo que buhoneros o “nuevos emprendedores” ven la oportunidad de vender más en las colas de las bombas que en las autopistas o salidas del Metro.
Esta situación ha convertido la gasolina en un negocio atractivo para las mafias que, según algunos testimonios, imperan en ciertas estaciones de la ciudad. Asimismo, sirve como moneda de cambio en algunos establecimientos. Así lo cuenta Agustín Pirela, de 63 años y mecánico de oficio, a quien las mafias han ido “corriendo” de varias bombas (Catia, Vista Alegre, La Yaguara, la Texaco, Paraíso), “llegué a usar por dos meses gasolina de avión que me regalaba un amigo, pero por su alto octanaje quemaba las bujías muy rápido”. A sus clientes les pide que lleven la gasolina necesaria para limpiar las piezas mecánicas o les ofrece conseguir un bidón (20 litros) por $20.
Lo complejo de surtir combustible ha llevado a que muchas personas, familiares o vecinos se unan para que la tarea sea más llevadera. Se organizan por grupos de WhatsApp para tomar turnos y hacer las colas, otros van como primera avanzada en la tarde del día anterior, para luego ser relevados en la madrugada; otros preparan comida para los que pernoctan; y hay quienes prefieren irse juntos, así juegan y conversan y hacen que las horas sean menos tediosas.
En la oscuridad de las calles se escuchan las risas en medio de conversaciones o juegos de dominó mientras se trata de alcanzar el número premiado (algunas bombas dan solo 50 números y en otros pueden entregar hasta 300). El desgaste, sin embargo, pasa factura. “Esto es lo peor que estamos pasando, hasta las ganas de vivir a uno se le terminan”.
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