La exclusión determina el modo de vida de comunidades indígenas de Bolívar

La población indígena de San Miguel de Betania, al sur de Bolívar, fue olvidada por los gobernantes. En este lugar, los pemones y los arawakos ni siquiera son dueños de la tierra que ancestralmente ocupan aun cuando es un derecho consagrado en la Constitución.

Bolívar. En San Miguel de Betania hay más familias que casas. El único ambulatorio fue construido hace más de 20 años, al igual que las dos pequeñas escuelas que se mantienen en pie desafiando el paso de los años y la inclemencia del clima. Los gobernantes chavistas, que han dirigido el estado Bolívar durante dos décadas, no han garantizado ni siquiera el derecho a la tierra que los pemones y arawakos ocupan desde tiempos ancestrales.

Si ocurre alguna emergencia en la comunidad, hay apenas una doctora residente a disposición. De no contar con algún insumo o medicamento –el pequeño centro médico depende de donaciones internacionales desde 2019–, la única opción es ir al hospital de Tumeremo, a 139 kilómetros de distancia y tres horas de viaje por las pésimas condiciones de la vía.

San Miguel de Betania se ubica a 318 kilómetros de Puerto Ordaz. Es una comunidad indígena del municipio Sifontes del estado Bolívar. El trayecto se convierte en un recorrido por la troncal 10 de unas siete horas y media para llegar a esta localidad

El poblado indígena tiene 618 habitantes que se adaptaron a la dinámica minera. Su moneda de uso es el oro.| Foto Jhoalys Siverio.

Las estaciones de servicio no operan con regularidad, por lo que para tener combustible es necesario comprar en el mercado negro, en plena carretera, incluso cerca de módulos policiales y militares. Pero llevar pimpinas de gasolina en el vehículo es correr el riesgo de decomiso en las alcabalas. Los precios varían de 1,5 a 2 dólares el litro. Mientras más al sur, más caro es el valor de la gasolina y se paga con reales brasileros.

En el mismo eje donde se ubica San Miguel de Betania hay un total de 22 comunidades indígenas igual de distantes. Esto ha servido de excusa a los gobernantes para excluir a esta población que nunca es tomada en cuenta para el desarrollo de políticas públicas ni soluciones y solo es recordada –si acaso– en campañas electorales.

Veo que a los indígenas nos quieren utilizar, como siempre ha ocurrido. En elecciones dicen: ¿Quién falta? Ah, el voto de los indígenas, porque con eso ganan, cuestiona Ítalo Pizarro, dirigente social y docente jubilado de San Miguel de Betania.

Décadas de exclusión

En esta comunidad indígena de 618 habitantes (168 familias) solo hay dos escuelas: una en donde se imparte preescolar y primaria, y otra técnica. La primera se construyó durante el gobierno de Andrés Velásquez, quien fue gobernador de Bolívar en dos períodos continuos entre 1989 y 1995. La segunda fue una obra que comenzó con Fe y Alegría y la comunidad, en la misma época en que Velásquez fue gobernador.

Desde entonces no se han construido más escuelas, el mantenimiento es pura pintura, lamenta Pizarro.

En la Unidad Educativa Nacional Adriano Salvadori hay una matrícula escolar de 95 estudiantes, mientras que en la Escuela Técnica Agraria Integral Pemón Samarayí estudian 39 alumnos.

La única escuela preescolar y primaria de San Miguel de Betania fue construida hace casi 30 años. | Foto Jhoalys Siverio.

El educador y capitán indígena añade que el salario de los docentes incide en que pocos maestros quieran dar clases en una comunidad tan alejada.

El ambulatorio se construyó hace 28 años, en 1995, y su mantenimiento corre por cuenta de los pobladores o de instituciones como Médicos Sin Fronteras, que los apoyan mensualmente con insumos y medicamentos. Desde 2019 no reciben ayuda del Estado para este centro de salud.  Unicef también hace un trabajo comunitario con la ruta materno-infantil. 

Queremos que mejoren el ambulatorio, que fue construido por la misma comunidad, así como la escuela, que tiene casi 30 años. Queremos que de verdad cumplan lo que prometan para la comunidad, exige Gilberto Aguirre, cacique de la comunidad.

A esta petición se suma la vicecapitana de San Miguel de Betania, Maritza Montilla: Queremos más políticas públicas en materia de salud y educación. Necesitamos una remodelación del ambulatorio y de las escuelas. Si es para los indígenas queremos que se hagan realidad las ayudas porque estamos abandonados por parte del Gobierno, afirma.

Para entender la estructura política de esta comunidad es preciso aclarar que, además del consejo comunal, se organizan con un cacique o capitán indígena a la cabeza y una vicecapitana, un secretario, un tesorero y varios vocales. A nivel regional está la Federación Indígena que, en teoría, es una organización apolítica, pero en la práctica aseguran que no es así.

La falta de viviendas es otra prioridad a atender. Hay un total de 105 casas en las que habitan las 168 familias de San Miguel de Betania; por ello, en algunas edificaciones viven dos y hasta tres familias.

En cuanto a la electricidad, dependemos del tendido eléctrico de Macagua, pero el cableado está por el suelo. Los cortes de luz son constantes. El agua es subterránea, pero no está llegando como antes y cuando no hay electricidad también nos quedamos sin agua, señala Pizarro sobre el estado de los servicios básicos.

El ambulatorio funciona gracias a las dotaciones que recibe de organizaciones internacionales como Unicef y Médicos sin Fronteras. Foto Jhoalys Siverio.
Derechos violados

Los pemones y arawakos de San Miguel de Betania no son dueños de la tierra que ancestralmente les pertenece. Aunque en la Constitución dice que los territorios ancestrales son de los indígenas, “las autoridades piden que esté avalado por un documento”, explica Pizarro.

El líder indígena pone un ejemplo: San Martín de Turumban tiene su territorio delimitado, pero el expediente no lo hicieron, por eso a la hora de hacer algo o trabajar la minería vienen los conflictos. Para algunos, la comunidad indígena es hasta donde están las casas y resulta que abarca más territorio.

San Miguel de Betania tiene 24.360 hectáreas. Para hacer cualquier actividad en esta extensión de tierra se debe consultar a sus habitantes. Pero en la práctica, funcionarios de cuerpos de seguridad del Estado transgreden los límites del territorio. Incluso confundieron a esta comunidad con un campamento minero durante un operativo militar que buscaba desalojar a los que ejercen la minería ilegal.

Autoridades indígenas explicaron que un día llegaron los militares para hacer una supuesta revisión o incursión y salieron en defensa de sus tierras.

Les dijimos que estaban en un territorio indígena y nos dijeron: Ah, entonces nosotros andamos perdidos porque pensamos que esto era un campamento minero, contó el cacique.

El incidente no tuvo mayores repercusiones, pero da cuenta del riesgo que corren por no tener un título de tierra garantizado por el Estado venezolano. 

La Constitución establece, en su artículo 119, que: El Estado reconocerá la existencia de los pueblos y comunidades indígenas, su organización social, política y económica, sus culturas, usos y costumbres, idiomas y religiones, así como su hábitat y derechos originarios sobre las tierras que ancestral y tradicionalmente ocupan y que son necesarias para desarrollar y garantizar sus formas de vida. Corresponderá al Ejecutivo Nacional, con la participación de los pueblos indígenas, demarcar y garantizar el derecho a la propiedad colectiva de sus tierras, las cuales serán inalienables, imprescriptibles, inembargables e intransferibles de acuerdo con lo establecido en esta Constitución y en la ley.

La mayoría de las infraestructuras en la comunidad se construyen o mantienen por gestión de sus habitantes. Foto Jhoalys Siverio.

En 2002 Venezuela ratificó y aprobó el Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). Allí se señala que los gobiernos que suscriban el acuerdo deben respetar la relación de las culturas indígenas con su territorio y que los Estados reconozcan el derecho de propiedad sobre las tierras que históricamente ocupan.

El 12 de enero de 2001 se decretó la Ley de Demarcación y Garantía del Hábitat y Tierras de los Pueblos Indígenas en Venezuela. Ese mismo año, bajo decreto presidencial Nº 1392, se estableció la Comisión Nacional de Demarcación del Hábitat y Tierras de los Pueblos y Comunidades Indígenas.

El objetivo de la Ley de Demarcación y Garantía del Hábitat y Tierras de los Pueblos Indígenas en Venezuela era “sistematizar y regular la elaboración, coordinación y ejecución de las políticas públicas relativas a la demarcación de los hábitat y tierras indígenas en el país, y garantizarles su derecho a la propiedad colectiva”. 

A pesar de esto, los verdaderos dueños del territorio no son reconocidos y ningún gobernante y mucho menos candidato o aspirante se atreve a hablar abiertamente sobre el tema, bien sea por desconocimiento, por no tener propuestas o simplemente por evitarlo.

Hablar de eso es como una lanza de doble filo para el candidato. Ninguno quiere hablar del tema para no meterse en problemas, opinó Aguirre.

Sin oro no hay nada

San Miguel de Betania tampoco cuenta con una economía autosustentable. Además de los pocos docentes y la médico que trabaja en el ambulatorio, unos tienen sus propias cosechas o casabe que venden en la misma comunidad para obtener ingresos. Otros trabajan en la minería.

El uso de la moneda nacional es prácticamente inexistente. Si acaso, los bolívares en efectivo se utilizan para entregar vueltos en pequeñas cantidades, y las operaciones bancarias (punto de venta, transferencia y pago móvil) son escasas. Ni siquiera los dólares tienen la misma aceptación que en municipios sureños como El Callao o Roscio. En el pueblo indígena la moneda de uso corriente es el oro.

Acá la moneda es el oro. Si no hay oro, no hay nada, afirma Pizarro.

Foto Jhoalys Siverio.

Los reais o reales son otra moneda de preferencia en Gran Sabana, frontera con Brasil, donde también hay comunidades indígenas adaptadas a este sistema económico.

Un combo de comida, dependiendo de su contenido, puede costar alrededor de una grama o grama y media de oro. Un paquete de harina de maíz cuesta unas 3 milésimas. Estas compras las hacen en el sector de Las Claritas, municipio Sifontes, a 21 kilómetros de San Miguel de Betania. Para trasladarse, usan como principal medio de transporte motos que cobran entre 3 y 4 puntos de oro, vehículos particulares que cobran 5 puntos de oro o los pocos autobuses que viajan a la zona y cobran 2 puntos de oro el pasaje.

Allá, una grama de oro equivale unos 45 o 50 dólares, monto que varía según el sector, pues aseguran que cada quien pone el precio “a conveniencia”. El valor de un punto es la décima parte de lo que equivale el de la grama. Mismo cálculo que hacen con la milésima.

Aquí cambian los precios. Por ejemplo, en Guasipati (municipio Roscio), el precio de la grama de oro está en 52 dólares. Acá lo compran a 48 dólares, y si vas a comprar víveres, te dicen que son 50 dólares. Es una estrategia de comercio, explicó Pizarro.

Toda esta dinámica económica tiene el aval del llamado Sindicato, grupo armado que opera en las minas del estado Bolívar, ubicadas en zonas que pueden estar a una o dos horas de distancia de San Miguel de Betania. El grupo criminal mantiene control sobre los precios, la moneda que se maneja, el cobro de vacunas a comerciantes y el trabajo en las minas.

Los negocios ilícitos de la estructura criminal afectan los territorios indígenas que son invadidos para ser explotados.

En consecuencia, además de los daños ambientales, la comunidad queda expuesta a un “Estado” paralelo criminal que impide a los indígenas ejercer libremente la minería artesanal en sus tierras. Además, toda permisología debe pasar por la autorización de la Corporación Venezolana de Minería (CVM). Por ello su exigencia por la legalidad en cuanto a la titulación de su territorio.

Cerca de 40 estudiantes ven clases en la única Escuela Técnica Agraria de San Miguel de Betania. Foto Jhoalys Siverio.

La exclusión y el desamparo han hecho que los indígenas de San Miguel de Betania sean escépticos respecto a las promesas electorales y al poder del voto como mecanismo de cambio para mejorar su calidad de vida. Muestra de ello es la baja participación que registran distintos procesos electorales en los últimos ocho años. 

En la Unidad Educativa Nacional Araimatepy (identificada en la página del CNE como Escuela Nacional Concentrada sin número) de la parroquia San Isidro, en donde le corresponde votar a los electores de esta localidad, los resultados del CNE indican que en las parlamentarias de 2015, por ejemplo, se registró 66,9% de abstención. 

Mientras que en las parlamentarias de 2020 hubo 85, 57% de abstención en ese centro de votación, cuyos electores son en su mayoría indígenas.

Si revisamos los comicios regionales encontramos, que en las de 2017, el porcentaje de abstención fue de 71,43%. En las de 2021, se alcanzó un récord pues solo participó 5,2% del padrón electoral.

Las últimas presidenciales también registraron un alto nivel de abstención, tendencia que fue generalizada en todo el país porque la mayoría de la población consideró que los comicios no eran creíbles y la comunidad intencional los rechazó. En esa elección la abstención fue de 71,87% del Registro Electoral.

Los políticos han minado la confianza de la población indígena que guarda pocas esperanzas y expectativas para las presidenciales de 2024. Dejar de ser usados para fines electorales es el clamor de San Miguel de Betania, y no seguir siendo los marginados de la política.

Este es un trabajo colaborativo de Efecto Cocuyo y Crónica Uno.


Participa en la conversación